Raíces en Oasis - Parte I
El viaje de regreso a la mansión de Totovía fue largo pero necesario. El olor a tierra húmeda y vegetación densa llenaba el aire mientras Orange trotaba por senderos que ya conocía de memoria. Necesitábamos reagruparnos, procesar todo lo que había sucedido en Oasis, y sobre todo, necesitaba comenzar con el proyecto que había estado gestándose en mi mente desde que empecé a recuperar piezas de las naves accidentadas.
No sería una moto. Lo que tenía en mente era algo más ambicioso.
En mi taller improvisado, el constante zumbido de herramientas eléctricas y el crepitar de la soldadura se convirtieron en la banda sonora de mis días. El olor a metal caliente, aceite lubricante y ozono de los circuitos eléctricos impregnaba cada rincón. Con la ayuda constante de Luis y las ocasionales visitas de Isthar —quien seguía demostrando ese talento natural para la mecánica que me sorprendía cada día— comencé a ensamblar lo que solo podía describirse como un vehículo aerodeslizador. No era elegante como las naves que habían traído a mis hijos a este mundo, pero tenía potencial. Usaba un chasis recuperado de la nave de Miguel, sistemas de propulsión de la cápsula de Isthar, y componentes de los búnkeres que había saqueado de las ruinas.
Lo extraño era lo natural que me resultaba todo. Miraba los esquemas fragmentados que había recuperado y mi mente simplemente... entendía. No solo entendía, sino que veía más allá. Veía cómo mejorar los diseños, cómo integrar sistemas que técnicamente no deberían ser compatibles, cómo optimizar cada componente para sacarle el máximo rendimiento.
—Es como si ya hubieras trabajado con esta tecnología antes —comentó Luis una tarde, mientras yo reconfiguraba un sistema de propulsión que, según los manuales, requería herramientas especializadas que no teníamos. Lo estaba haciendo con alambre, soldadura y pura intuición. Sus servomotores emitían un suave zumbido mientras observaba mi trabajo.
—No lo sé —admití, el aroma acre del flux de soldadura cosquilleando mi nariz—. Simplemente... lo veo. Veo cómo debería funcionar.
Luis inclinó su cabeza metálica, sus sensores enfocándose en mi trabajo con un clic casi imperceptible.
—Estás innovando. Creando soluciones que no están en ningún manual.
Quizás tenía razón. Quizás había algo en mí que simplemente conectaba con la tecnología de forma diferente. Fuera lo que fuese, nos estaba resultando útil.
Pero el vehículo requería más piezas de las que tenía. Lo cual significaba más viajes a Oasis.
Los viajes se volvieron rutina. Orange, mi fiel chocobo, me llevaba por las rutas que ya conocía de memoria, sus patas produciendo un ritmo constante contra el suelo irregular. El aire cambiaba conforme nos acercábamos a la ciudad —menos vegetal, más industrial, con ese toque metálico que caracterizaba a las grandes urbes tecnológicas. A veces me acompañaba Luis, el silbido suave de sus actuadores hidráulicos mezclándose con los sonidos naturales del camino. Otras veces Miguel —quien había desarrollado sus propios contactos en la ciudad para sus "investigaciones y trapicheos", como él los llamaba.
Fue durante mi segundo viaje cuando Crix, el dueño del bar, me hizo una oferta que no esperaba.
—Tengo algo que podría interesarte —me dijo, limpiando un vaso con esa meticulosidad característica suya. El bar olía a café quemado, cerveza derramada hace días, y ese aroma indefinible de humanidad cansada. Su ojo biónico brilló levemente mientras evaluaba mi reacción, emitiendo un casi inaudible pitido de enfoque.
Me llevó a un callejón trasero donde el olor a basura y aceite de motor rancio era casi abrumador. Allí, cubierta por una lona gastada que olía a moho, había una moto. O lo que alguna vez había sido una moto. El tiempo y el abandono habían hecho su trabajo: el chasis estaba oxidado, faltaban piezas, y el motor... bueno, el motor era más una esperanza que una realidad.
—Era de un amigo —explicó Crix, su voz resonando extrañamente en el espacio cerrado del callejón—. Ya no la necesita. Y tú... tú vienes mucho por aquí. Necesitas algo más rápido que ese pájaro tuyo para moverte por la ciudad.
—Está destrozada —observé, pero ya estaba mentalmente catalogando qué necesitaría para repararla. Pasé la mano por el metal frío y rugoso, sintiendo las imperfecciones bajo mis dedos.
—Por eso te la doy —sonrió, mostrando ese humor seco que había aprendido a apreciar—. Si puedes hacer algo con ella, es tuya.
Acepté el desafío.
De vuelta en la mansión, el chirrido de las poleas mientras descargábamos la moto anunció nuestro nuevo proyecto. Luis y yo nos pusimos manos a la obra, el taller llenándose con nuevos sonidos: el golpeteo rítmico del martillo contra metal, el siseo del soplete cortando piezas oxidadas, el chasquido satisfactorio de componentes encajando en su lugar. La moto se convirtió en nuestro proyecto paralelo al vehículo aerodeslizador. Usamos piezas sobrantes de la construcción principal, optimizamos el motor con componentes que técnicamente no deberían funcionar juntos pero que, bajo mis manos, encontraban una armonía inesperada.
—Necesita un copiloto —dije una tarde, mirando el espacio vacío detrás del asiento principal. El olor a grasa nueva llenaba el aire.
—¿Un asiento supletorio? —sugirió Luis, el zumbido de su procesador aumentando ligeramente mientras consideraba las opciones.
—Mejor. Una interfaz de IA. Como tú.
Los ojos ópticos de Luis brillaron con lo que solo podía interpretar como entusiasmo, acompañados de un suave pitido ascendente.
—¿Estás sugiriendo que intente crear otra inteligencia artificial?
—¿Por qué no? Has estado estudiando tu propia arquitectura. Has visto cómo funciona tu núcleo de procesamiento. ¿Crees que podrías replicarlo?
Fue el comienzo de algo extraordinario. Luis se sumergió en el desafío con una dedicación que rayaba en la obsesión. El taller se llenó de nuevos sonidos: el tictac constante de procesadores trabajando al límite, el murmullo eléctrico de conexiones neurales siendo probadas, el ocasional chisporroteo de circuitos sobrecargados. Estudiaba, experimentaba, fallaba, volvía a intentarlo. Mientras tanto, yo usaba las piezas que habíamos recuperado del taller del asesino en Oasis —esas que habíamos guardado con cuidado— para mejorar su propio cuerpo, darle más capacidad de procesamiento, más memoria.
Y Kais.
La pequeña droide que habíamos rescatado se había convertido en parte de nuestro extraño grupo. La llamamos Kais por el color plateado de su cabello sintético, que me recordaba a la luz reflejada en el agua. Cuando se movía, sus articulaciones producían un suave silbido, aún no del todo calibrado. Totovía la había acogido con su característica serenidad, y entre todos trabajábamos en repararla, en completar los sistemas que el asesino nunca había terminado. Su habitación olía a lubricante sintético y al suave aroma a flores que Totovía insistía en mantener allí, diciendo que ayudaba a su "despertar".
Luis descubrió que los bloqueos en la mente de Kais eran similares a los desafíos que enfrentaba al crear una nueva IA. Cada avance en un proyecto informaba al otro. Lentamente, muy lentamente, Kais comenzaba a despertar. Ya no solo respondía a comandos básicos. A veces iniciaba conversaciones. Preguntaba cosas. Mostraba curiosidad.
—Papá —me llamó una mañana, y mi corazón se detuvo como la primera vez. El canto de los pájaros entraba por la ventana abierta, mezclándose con el suave ronroneo de sus sistemas internos. Pero esta vez sus ojos mantenían el enfoque—. ¿Por qué el cielo es azul?
Era una pregunta simple. Infantil. Perfecta.
—Porque la luz del sol se dispersa en la atmósfera —le expliqué, arrodillándome a su altura, oliendo el ligero aroma a plástico nuevo de sus componentes recién instalados—. Y nuestros ojos ven más el azul que los otros colores.
Asintió lentamente, procesando con un leve zumbido. Luego sonrió. Una sonrisa imperfecta, todavía en desarrollo, pero real.
—Gracias, papá.
Se alejó, sus pasos produciendo ese característico silbido hidráulico, dejándome con un nudo en la garganta y Luis observándome con lo que parecía ser comprensión.
—Está despertando —dijo simplemente, su voz sintetizada más suave de lo habitual.
—Lo sé.
Finalmente, después de semanas de trabajo, Luis lo logró. Su primera IA independiente. El momento de activación fue precedido por un crescendo de pitidos y zumbidos, seguido de un silencio expectante. No era tan compleja como él, pero era funcional, capaz de aprender, de adaptarse. La instalamos en la moto, y de repente el vehículo cobró vida propia con un ronroneo grave y satisfactorio. Podía anticipar movimientos, sugerir rutas, incluso mantener conversaciones básicas con una voz clara y juvenil.
—Necesita un nombre —dije, admirando nuestro trabajo mientras el motor de la moto vibraba suavemente bajo mis manos.
—¿Qué tal Beky? —sugirió Luis—. Suena... amigable. Accesible.
Beky. Simple y efectivo. Me gustó.
Pero había un problema. Todos querían venir conmigo en mis viajes a Oasis. Miguel con sus contactos. Isthar con su curiosidad por los mercados tecnológicos. Incluso Kais, en sus días buenos, expresaba interés en ver la ciudad con esa voz suave que cada día sonaba más natural.
—Necesitas un sidecar —declaró Miguel una tarde, con esa autoridad que a veces me recordaba que había sido un oficial antes de todo esto.
—Es una moto —protesté, el sonido de mi voz reverberando en el taller—. No un taxi.
—Pues hazla un taxi.
Y así, derrotado por la lógica implacable de mi hijo, añadí un sidecar. El proceso llenó el taller con el estruendo del metal siendo cortado y soldado, chispas saltando con cada pasada. Beky, la IA de la moto, pareció encontrarlo divertido si es que una inteligencia artificial podía encontrar algo divertido, su voz emitiendo un sonido que casi parecía una risa.
Los viajes a Oasis se volvieron más frecuentes. La ciudad ya no era solo un lugar para conseguir piezas; se estaba convirtiendo en nuestro segundo hogar. El contraste entre el silencio natural del bosque y el constante rumor de la ciudad —el zumbido de generadores, el silbido de vehículos aerodeslizadores, las voces superpuestas de miles de conversaciones— se volvió familiar.
Nadine y yo... bueno, lo nuestro era complicado de definir. No vivíamos juntos, no en el sentido tradicional. Ella tenía su vida, sus trabajos como mensajera, sus propios secretos. Yo tenía mis proyectos, mis hijos, mis obligaciones. Pero cuando estaba en Oasis, dormía en su apartamento, que olía a incienso de lavanda y ese aroma felino único que era solo de ella. Compartíamos comidas —ella cocinaba platos especiados que hacían llorar mis ojos pero que eran deliciosos— conversaciones nocturnas con el sonido de la lluvia contra las ventanas, silencios cómodos interrumpidos solo por su ronroneo ocasional. Era independencia con puntos de encuentro. Y funcionaba.
—No eres como la mayoría de la gente que conozco —me dijo una noche, acurrucada contra mi pecho mientras la lluvia golpeaba las ventanas con un repiqueteo constante—. La mayoría quiere más. Quiere promesas, garantías, futuro.
—¿Y tú no?
—Yo quiero esto —su mano trazó círculos perezosos en mi pecho, sus garras retráctiles haciendo un suave rasguido contra mi piel—. Momentos reales. Sin pretensiones. Tú eres tú, yo soy yo, y cuando estamos juntos, somos nosotros. Simple.
—Simple —repetí, sonriendo en la oscuridad, escuchando su respiración acompasada—. Nada en mi vida es simple últimamente.
—Pues esto sí lo es —ronroneó, y me quedé dormido con ese sonido reconfortante vibrando contra mi pecho.
Pero las piezas no eran gratis. Los componentes que necesitaba para completar el vehículo aerodeslizador, las mejoras que quería hacer a la torre, incluso algunos implantes que había empezado a considerar necesarios —nada demasiado llamativo, solo mejoras de fuerza, coordinación, y un sistema de aceleración nerviosa que podía usar varias veces al día aunque me dejaba exhausto después— todo costaba dinero. Y el dinero no crecía en los árboles, ni siquiera en los árboles tecnológicos de Oasis.
Fue Crix quien nos ofreció la primera oportunidad.
—Tengo un problema —me dijo una noche, su tono más serio de lo habitual. El bar estaba casi vacío, el silencio solo interrumpido por el goteo de un grifo mal cerrado y el zumbido de las luces de neón—. Una amiga está en problemas. La corporación la detuvo. Cuartel de barrio, nada serio todavía, pero si la trasladan a la central...
—¿Qué necesitas? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta. El olor a cerveza vieja era más fuerte de lo normal esa noche.
—Sacarla. Antes de que el traslado se haga oficial.
Miré a Nadine, quien estaba con nosotros, sus orejas girando ligeramente para captar cada palabra. Ella asintió.
—Podemos hacerlo —dijo—. Pero necesitamos un plan. Y tu... talento para la tecnología.
El cuartel de barrio era pequeño, apenas una docena de guardias. La detenida era una mujer llamada Yara, y según Crix, era importante. No explicó cómo ni por qué, solo que lo era.
Planificamos durante dos días. Luis mapeó el edificio usando unos pequeños drones que había conseguido de segunda mano en uno de los mercados. Eran viejos, ruidosos —sus rotores producían un zumbido agudo que nos ponía los nervios de punta— pero funcionales. Isthar aportó su conocimiento en sistemas de seguridad —resultaba que tenía un talento especial para encontrar vulnerabilidades en cámaras y cerraduras electrónicas, sus dedos volando sobre los teclados con clics rápidos y seguros. Miguel añadió su conocimiento táctico, su voz baja y controlada mientras repasábamos el plan. Nadine conocía los turnos de los guardias, el sonido de sus botas en los diferentes pisos. Y yo... yo encontré la forma de hacer que todas las piezas encajaran.
La noche de la operación, mi corazón latía con una mezcla de miedo y adrenalina que no había sentido desde... bueno, desde el rescate de Miguel. El aire nocturno de Oasis olía a lluvia reciente y ozono de los generadores. Me apoyaba en mi bastón mientras nos acercábamos, consciente del suave tintineo del mecanismo oculto en su interior, sabiendo que podría necesitar revelar su verdadera naturaleza si las cosas se ponían feas.
Pero no fue necesario.
Corté la energía usando un dispositivo que había construido específicamente para esto, aprovechando las frecuencias que los sistemas de seguridad corporativos usaban. El aparato emitió un pitido agudo seguido del siseo satisfactorio de circuitos friéndose. En la oscuridad, Miguel y Nadine se movieron como sombras, sus pasos apenas audibles incluso para mis oídos mejorados. Yo los seguí, mi bastón produciendo un golpeteo rítmico contra el suelo, más torpe pero funcional, mientras Luis coordinaba desde fuera con susurros a través del comunicador.
Encontramos a Yara en una celda del segundo piso. El olor a desinfectante industrial y sudor humano era abrumador. Abrí la cerradura electrónica en segundos —otra vez, esa comprensión intuitiva de la tecnología que no podía explicar pero que simplemente estaba ahí. El clic del mecanismo liberándose sonó como un disparo en el silencio.
—¿Quién demonios...? —comenzó ella, pero Nadine le cubrió la boca con un siseo urgente.
—Amiga de Crix. Vamos.
La evacuación fue tensa pero limpia. El único sonido era nuestros pasos apresurados y la respiración contenida. No disparamos un solo tiro. No herimos a nadie. Simplemente... desaparecimos en la noche de Oasis como si nunca hubiéramos estado allí, nuestros pasos ahogados por el sonido constante de la lluvia que había comenzado a caer.
Yara nos miró en el bar de Crix después, el olor a café recién hecho llenando el aire, sus ojos evaluándonos con una intensidad que me recordó a los oficiales militares que había conocido en mi antigua vida. El golpeteo de la lluvia contra las ventanas creaba un ritmo casi hipnótico.
—Crix me dijo que erais buenos —dijo finalmente, su voz ronca de no haber hablado en días—. Pero esto... esto fue otra cosa. Versatilidad, precisión, y lo más importante: contención. No matasteis a nadie. Ni siquiera herísteis a nadie.
—No era necesario —respondí simplemente, el vapor del café calentando mi rostro.
—La mayoría de la gente dispara primero y piensa después —continuó, el sonido de su taza golpeando la mesa puntuando sus palabras—. Vosotros pensáis tres pasos por delante. Y tú... —me señaló con un dedo—. Tú manejas la tecnología de forma... especial. ¿Dónde aprendiste eso?
No tenía respuesta. Me encogí de hombros, el crujido de mi chaqueta de cuero rompiendo el silencio.
—Voy aprendiendo.
Sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos pero que hizo crujir las comisuras de su boca.
—Hay una rebelión gestándose en Oasis. Pequeña todavía, desorganizada, pero real. Gente cansada del control corporativo, de las limitaciones, de vivir en los márgenes. Podríamos usar personas como vosotros.
No respondí inmediatamente. Miré a Miguel, quien asintió casi imperceptiblemente con un susurro de tela. A Nadine, cuyas orejas se movieron en señal de acuerdo, produciendo ese suave roce de pelaje contra pelaje.
—Podemos ayudar —dije finalmente, mi voz apenas audible sobre el sonido de la lluvia—. Pero no somos soldados. No somos un ejército.
—No necesitamos un ejército —respondió Yara, su voz bajando a un susurro conspirativo—. Necesitamos esperanza. Y pequeñas victorias que demuestren que la corporación no es invencible.
Así comenzó todo. Pequeños trabajos que nos adentraban cada vez más en el submundo de Oasis. Liberar a alguien aquí —el eco de nuestros pasos en callejones estrechos, el olor a miedo y alivio mezclados— sabotear un cargamento corporativo allá —el siseo de sellos de seguridad rompiéndose, el crujido satisfactorio de cajas abriéndose— interceptar comunicaciones —el zumbido estático de frecuencias encriptadas siendo descifradas— redistribuir recursos. Nunca nada grande, nunca nada que llamara demasiada atención. Pero constante. Regular. Efectivo.
La gente comenzó a hablar de nosotros en susurros, sus voces llevadas por el viento constante de la ciudad. No conocían nuestros nombres, no sabían quiénes éramos. Pero sabían que había alguien. Alguien que ayudaba. Alguien que se preocupaba.
En los mercados, entre el bullicio de voces y el tintineo de créditos cambiando de manos, los vendedores nos ofrecían descuentos. En las calles, donde el rumor de mil conversaciones creaba una sinfonía urbana, la gente nos señalaba rutas seguras. En los bares, sobre el ruido de vasos chocando y música amortiguada, nos compraban bebidas. No éramos una gran vanguardia de la rebelión. Apenas éramos una nota al pie. Pero éramos nosotros, poniendo nuestro granito de arena.
Y sí, nos traía problemas. El pisotón cada vez más frecuente de las botas corporativas en las calles, el zumbido amenazante de drones de vigilancia, el chasquido de armas siendo cargadas en la distancia. La corporación empezó a notar que algo estaba pasando. Aumentaron las patrullas, intensificaron los controles. Tuvimos algunos sustos, algunas noches donde regresamos a nuestros refugios con el corazón en la garganta y la certeza de que habíamos estado a segundos de ser capturados, nuestras respiraciones jadeantes siendo el único sonido en la oscuridad.
Pero seguimos adelante.
Con cada trabajo, me sorprendía a mí mismo volviéndome más capaz. Los movimientos que al principio eran torpes —el arrastre de mis pies, el golpeteo irregular de mi bastón— se volvían más fluidos. Las decisiones que requerían segundos de pensar se volvían instintivas. Mis implantes zumbaban en perfecta sincronía con mis movimientos, el sistema de aceleración nerviosa activándose con solo pensarlo. No era tan natural como Miguel e Isthar —ellos se movían como si hubieran nacido para esto, sus pasos silenciosos incluso sobre metal, sus respiraciones controladas incluso en pleno combate, con un entrenamiento que debían haber recibido en esa vida que Isthar no recordaba y Miguel no compartia— pero estaba aprendiendo.
Y cada noche, en el apartamento de Nadine con el sonido de la ciudad como telón de fondo, entre su ronroneo reconfortante y el olor a incienso, encontraba la paz suficiente para continuar otro día más.
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