El regreso


Las siguientes cuarenta y ocho horas en la jungla fueron una prueba de resistencia que no había enfrentado desde mis días en el servicio militar. Cada ruido entre la maleza me ponía en alerta, cada sombra podría ser una amenaza. Los gruñidos lejanos que resonaban entre los árboles me recordaban las palabras de Totovía sobre una enorme pantera que acechaba en el bosque. Pero mi preocupación por Isthar superaba cualquier miedo.

Utilicé todo lo que había aprendido en mi juventud: los nudos de los scouts, las técnicas de orientación de aquellos libros de supervivencia que devoraba de adolescente, la disciplina del ejército. Construí un refugio improvisado, mantuve a Isthar abrigada y seca como pude, y racionalicé las provisiones que había traído. La humedad era constante, opresiva, y el sonido de la selva nunca cesaba. Pero sobrevivimos.

Cuando finalmente vi a Luis regresar montado en lo que solo puedo describir como aves enormes de plumaje brillante, sentí un alivio indescriptible. Los dos chocobos —así los llamaba Totovía— eran criaturas magníficas. Uno de plumaje amarillo intenso, el otro de un naranja vibrante que parecía arder bajo los rayos de sol que se filtraban entre el dosel. Con la ayuda de Luis y unas parihüelas que improvisamos, conseguimos llevar a Isthar de vuelta a la mansión.

Los días siguientes fueron extraños y dolorosos. Cuando Isthar finalmente despertó, sus ojos me miraron con la frialdad de quien observa a un desconocido. No había reconocimiento, no había memoria. Mi hija, mi Isthar, estaba ahí, pero no me conocía. La situación me sobrepasaba completamente, así que hice lo único que sabía hacer: cuidarla, asegurarme de que se recuperara, intentar que se sintiera segura.

Totovía, con su habitual serenidad y amabilidad, nos ayudó en todo momento. Me regaló el chocobo naranja —decidí llamarlo Orange— y sugirió que Isthar se quedara con Flash, el de plumaje amarillo. Volví a centrarme en arreglar el jardín de mi pequeña casa, en los trabajos manuales que siempre me habían ayudado a pensar. Luis, en su cuerpo robótico, intentaba ayudar a Isthar a recordar, trayéndole pequeños objetos, contándole historias. Pero había algo diferente en él ahora, como si el metal hubiera creado una barrera invisible entre sus emociones y su capacidad de expresarlas. Las ganas estaban ahí, pero algo se había perdido en la traducción.

Todo cambió el día que vimos las naves.

Tres puntos brillantes surcaron el cielo en formación. Dos perseguían a una tercera. Los disparos láser rasgaron el aire antes de que pudiéramos procesarlo, y la nave perseguida se estrelló en algún lugar del bosque, levantando una columna de humo negro. Totovía identificó las naves como del mismo tipo: tecnología avanzada que no debería estar aquí.

Pensamos inmediatamente en materiales. Al igual que con la cápsula de Isthar, un accidente así podría proporcionarnos componentes valiosos. Así que nos preparamos y partimos hacia el lugar del impacto.

Lo que encontramos fue mucho más que chatarra.

Entre los restos humeantes de la nave, una figura se movía. Iba completamente armado, con un traje de piloto y un casco cerrado que ocultaba por completo su rostro. Había algo en su postura, en la forma en que se movió al vernos, que me resultó perturbadoramente familiar. Pero no tuve tiempo de procesar ese pensamiento.

La figura vio a Isthar, que nos acompañaba, y todo su cuerpo se tensó. En un movimiento fluido, desenfundó su arma y la apuntó hacia mí. No directamente—entre nosotros, como una advertencia. Su postura gritaba protección, rabia contenida, desesperación.

—¡Isthar! —su voz sonó distorsionada por el casco, pero la emoción era inconfundible. La reconocía.

Yo llevaba mi propia armadura, nada comparado con su equipo de piloto, pero suficiente. Mi mano se movió por instinto hacia mi arma. La tensión era palpable, como electricidad en el aire húmedo de la jungla. No tenía idea de quién era este piloto; solo sabía que era una amenaza.

—¡Aléjate de mi hermana! —gritó, y mi sangre se heló.

Isthar dio un paso adelante, confundida, sin reconocerlo pero sintiendo algo en esas palabras.

—No le vamos a hacer daño —intenté mantener mi voz calmada, aunque mi corazón latía desbocado—. Está con nosotros por su propia voluntad.

—¡Ella no me recuerda! ¡Le habéis hecho algo! —la rabia en su voz era real, visceral.

¿Hermana? ¿Quién era este piloto? Vi cómo su dedo se tensaba en el gatillo. Vi a Isthar confundida, sin reconocer a quien la llamaba así. Vi a Luis preparándose para intervenir. Y tomé una decisión que sabía me perseguiría.

Disparé.

El impacto de energía le dio en la pierna, haciéndolo caer. No era mortal —había ajustado la potencia— pero suficiente para neutralizarlo. Se retorció en el suelo, intentando levantarse, maldiciendo entre dientes.

—¡Lo siento! —las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas—. Lo siento mucho, pero no podía dejar que dispararas.

Lo atamos, no sin resistencia. Durante todo el camino de vuelta a la mansión, el piloto no dejó de protestar, de acusarme de haber hecho algo terrible a su hermana. Isthar cabalgaba en silencio sobre Flash, observándonos con una mezcla de confusión y preocupación que me partía el alma. No lo reconocía, pero sus palabras parecían resonar en algún lugar profundo de su mente.

Cuando llegamos a la mansión, con la ayuda de Totovía, le quité el casco.

Mi mundo se detuvo.

Miguel. Era Miguel. Mi hijo.

El rostro que me miraba con furia y desconfianza era el de mi hijo, años mayor de lo que debería ser, pero inconfundiblemente él. Los mismos ojos, la misma mandíbula. Y no me reconocía.

—¿Quién demonios eres? —escupió—. ¿Qué le has hecho a mi hermana?

Las palabras se me atascaron en la garganta. Acababa de dispararle a mi propio hijo. Y él no tenía ni idea de quién era yo.

Totovía evaluó la situación con esa sabiduría tranquila que parecía ir más allá de su apariencia. Sin dramatismo, sin juicios, simplemente decidió que Miguel necesitaba tiempo para calmarse y pensar.

—El cuarto de pensar —dijo simplemente—. Tendrá todo lo que necesite: comida, agua, una cama cómoda. Pero necesita reflexionar antes de que alguien resulte herido de verdad.

No era una prisión, me aseguró Totovía. Solo una pausa necesaria. Un espacio para que la rabia se enfriara y la razón pudiera abrirse paso.

Esa noche, mientras curaba la herida que yo mismo había causado en la pierna de mi hijo —sin que él supiera quién era yo realmente— me pregunté cómo habíamos llegado a esto. Mis dos hijos, años mayores de lo que deberían ser. Uno que me miraba con odio, creyéndome su enemigo. La otra observándome con ojos de extraña, sin memoria de quién era yo ni de quién era él.

Totovía había preparado té, como siempre hacía en momentos difíciles. Luis intentaba procesar la situación con su lógica robótica. Y yo me quedé mirando por la ventana hacia mi pequeña casa junto al jardín que tanto había trabajado en restaurar, preguntándome si algún día mis hijos volverían a recordar.

Porque ellos no sabían quién era yo.

Pero yo sí sabía quiénes eran ellos.

Y eso tendría que ser suficiente, por ahora.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El Zippo I

La mansión del bosque.