El Zippo I
La sensación era maravillosa, como si hubiera retrocedido en el tiempo. El aroma a madera lo llenaba todo, y los doseles de mi cama eran tan enormes que podía estirarme en ella como un felino tras la siesta sin llegar a rozar los bordes. La luz se filtraba, suave y atenuada, a través de las cortinas de gasa y los bordados, bailando con la brisa. Por la pequeña terraza abierta me llegaba el olor de las baldosas de terracota calentadas por el sol. Era un pequeño paraíso atrapado en un segundo.
—¡Café! —El aroma me dio el empujón definitivo para salir de la cama.
Descalzo, seguí primero el rastro del grano y luego el sonido de la cafetera. En el distribuidor, que contrastaba con la habitación por su aire medieval de piedra y sombra, me dirigí rápido hacia la cocina. Pasé por delante de la habitación de Luis y vi que su puerta estaba abierta. El comedor, al igual que mi cuarto, transmitía una calma bucólica; se oían las gallinas en el patio y, por un momento, pensé que unos huevos revueltos con tostadas de aceite serían el desayuno perfecto.
El olor a café se volvió más intenso. «Café hervido, café jodido», como decía Mario. Corrí a la cocina, apagué el fuego y lo preparé todo.
Ya con el desayuno listo, llamé a Luis, pero no hubo respuesta. Me preparé un cigarrillo, disfrutando del proceso de liarlo, y me quedé observando a las gallinas desde el ventanal. Me pregunté si alguna sería capaz de comerse una colilla, pero por si acaso la mojé bajo el grifo y la tiré a la basura. Al no encontrar a Luis, empecé a preocuparme de verdad. Quizás se había ido por alguna urgencia, pero estábamos a más de doce kilómetros de Cuenca y mi coche seguía allí, aparcado.
Con una sensación extraña en el estómago —esa alarma que te salta cuando notas que una pieza no encaja—, comencé a buscarlo.

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