Ruinas y Sombras


Los días que siguieron a la llegada de Miguel transcurrieron con una lentitud deliberada, como si el tiempo mismo hubiera decidido darnos un respiro. Totovía, con su infinita paciencia, decidió que Miguel había reflexionado suficiente en el cuarto de pensar. Cuando finalmente salió, la rabia había dado paso a algo más complejo: desconfianza, confusión y quizás, solo quizás, el inicio de algo parecido a la curiosidad.

Ninguno de los dos me reconocía. Esa verdad me golpeaba cada mañana al despertar. Pero decidí hacer lo único que sabía hacer: estar presente. Comencé a dar paseos por el jardín con Isthar, quien parecía encontrar paz entre las plantas y los animales que habitaban los alrededores de la mansión. Descubrí que amaba a las criaturas del bosque —las alimentaba, las observaba con una ternura que me recordaba a la niña que había sido.

Encontré los restos de lo que alguna vez había sido una pérgola, medio devorada por el tiempo y la vegetación. Mientras la limpiaba, decidí dejar algunas de las lianas que la envolvían. Le daban un toque natural, casi mágico, que parecía gustarle a Isthar. La vi sonreír allí una tarde, y ese pequeño gesto hizo que todo el trabajo valiera la pena.

Miguel mantenía su distancia, pero no era hostil. Observaba, evaluaba. A veces lo sorprendía mirándome mientras trabajaba en el jardín o reparaba algo en mi taller. Había preguntas en sus ojos, pero ninguno de los dos estaba listo para formularlas.

Por las noches, después de que todos se retiraran, me quedaba estudiando los libros de Totovía. Los símbolos comenzaban a tener sentido, sus patrones revelaban una lógica interna que me recordaba a los lenguajes de programación que había conocido en mi antigua vida, pero con una dimensión adicional que desafiaba la comprensión racional. Practiqué trazando los símbolos básicos con el polvo de Tron, observando cómo brillaban brevemente antes de desvanecerse.

Necesitaba materiales. Las dos naves accidentadas —la cápsula de Isthar y la nave de Miguel— contenían tecnología que podría ser útil. Comencé a hacer viajes regulares en Orange, mi chocobo naranja, siguiendo las rutas que llevaban hacia lo que Totovía llamaba Oasis, la capital de esta región. Los viajes eran largos pero necesarios. Poco a poco, fui recuperando piezas de ambos vehículos, cargándolas en improvisadas alforjas y trayéndolas de vuelta a mi taller.

Luis, en su cuerpo de robogato, se convirtió en mi ayudante constante. Su precisión mecánica era invaluable, aunque a veces extrañaba la calidez que había tenido antes. Juntos íbamos catalogando cada pieza, cada componente.

Una tarde, mientras clasificaba componentes, Totovía apareció con varios libros antiguos bajo el brazo. Eran volúmenes extraños, llenos de símbolos que parecían una mezcla imposible entre código de programación y simbología arcana. Me explicó que se trataba de una ciencia que esta civilización había desarrollado antes de su caída, una forma de manipular la realidad mediante patrones y símbolos.

—Es como programar el mundo —me dijo—, pero requiere materiales específicos y comprensión profunda de los patrones.

Me fascinó inmediatamente. Comencé a estudiar esos libros en mis ratos libres, intentando descifrar la lógica detrás de los símbolos. Totovía me facilitó un material peculiar: polvo de Tron, una sustancia cristalina, con brillos iridiscentes metalizados, que aparecía en zonas donde la distorsión espacial era particularmente alta. Era el medio necesario para materializar las runas.

Siempre dispuse de un medio de trasporte, Orange aunque me encantaba, no cumplía todas mis expectativas. Comencé a buscar, más material para construir algo mejor.

Fue durante uno de esos viajes de reconocimiento cuando encontré las ruinas.

No eran como las ruinas antiguas que uno esperaría encontrar cubiertas de musgo y siglos de olvido. Estas eran... diferentes. Recientes, en términos arqueológicos. Quizás cien años, tal vez un poco más. Los edificios mostraban una arquitectura extraña, llena de pantallas rotas y cables expuestos. Había carteles publicitarios corroídos, restos de lo que parecían interfaces digitales incrustadas en las paredes.

Con la ayuda de las imágenes y textos fragmentados que pude recuperar, comencé a entender lo que había sucedido. Esta civilización se había sumergido profundamente en el mundo de las redes sociales. Tan profundamente que, eventualmente, todas las plataformas convergieron en una sola. Una red única que conectaba todo y a todos. Y luego, por razones que aún no comprendía completamente, todo había colapsado. La red cayó y con ella, aparentemente, toda la estructura social.

Lo más intrigante eran las trampillas. Escondidas entre los escombros, casi invisibles si no sabías dónde buscar. Llevaban a niveles inferiores, a búnkeres o refugios subterráneos donde la tecnología parecía haberse preservado mejor.
Durante una de mis exploraciones, descubrí que no estaba solo en mi interés por estas ruinas. Había unidades militares peinando la zona, buscando algo. O a alguien. Mi instinto me dijo que estaban buscando a Miguel, aunque no tenía forma de confirmarlo. Me mantuve oculto, observando sus patrones de patrullaje, aprendiendo sus rutinas.

Una noche, mientras la selva resonaba con sus sonidos nocturnos, decidí arriesgarme. Había una trampilla en particular que los militares vigilaban con especial atención. Eso significaba que lo que hubiera abajo era valioso.

Me moví con todo el sigilo que me permitieron mis años de entrenamiento y mis lecturas de adolescente sobre supervivencia. La oscuridad era mi aliada, y los sonidos del bosque —gruñidos lejanos, el crujir de ramas, el ulular de criaturas nocturnas— ayudaban a enmascarar cualquier ruido que pudiera hacer.

El primer guardia estaba distraído, mirando hacia el bosque en lugar de hacia las ruinas. Un golpe preciso en el punto correcto y cayó sin hacer ruido. Lo arrastré entre las sombras. El segundo fue más complicado —estaba más alerta— pero la suerte estaba de mi lado. Un sonido súbito en la maleza llamó su atención justo el tiempo suficiente. Dos guardias inconscientes, ninguna alarma levantada.

Tuve que trabajar rápido.

La trampilla se abría a una escalera que descendía hacia lo que parecía ser un búnker de almacenamiento. A diferencia del exterior en ruinas, aquí la tecnología estaba preservada, casi intacta. Había componentes que no había visto antes, sistemas de comunicación avanzados, fuentes de energía compactas. No entendía completamente para qué servía todo, pero mi instinto me decía que era importante.

Llené mi mochila con todo lo que pude cargar y me escabullí antes del amanecer.

De vuelta en la mansión, extendí mi botín sobre la mesa del taller. Totovía lo observó con interés, aunque admitió que la ingeniería no era su fuerte. Sin embargo, tenía otros conocimientos que compartir.

Necesite un par de días para recuperarme, de mi aventura nocturna, mi estado físico con la vida al aire libre y la constante novedad y aprendizaje, me estaba sentando fenomenal pero sentia derrotado y necesitaba descanso.

Isthar, mientras tanto, se había iluminado al ver las piezas tecnológicas. Resultó que tenía un talento natural para la mecánica, una intuición para entender cómo encajaban las cosas. Quizás era la profesión de esta situación nueva vida. Juntos, comenzamos el lento proceso de ingeniería inversa.

Las piezas de las dos naves, combinadas con la tecnología de las ruinas, empezaron a tomar forma en un nuevo proyecto: una moto aerodeslizadora. No sería tan avanzada como las naves originales, pero sería nuestra. Y había piezas que todavía me faltaban, componentes específicos que necesitaría adquirir.

Mientras Isthar y yo trabajábamos en la moto durante la mañana, ella seguía por las tardes. Yo dedicaba las tardes a perfeccionar mi comprensión de las runas. Totovía me guiaba pacientemente, corrigiendo mis trazos, explicando las sutilezas de cada símbolo. Finalmente, conseguí materializar mi primera runa funcional: una de explosión. La segunda vino poco después, aunque su efecto era diferente, más sutil. Guardé cuidadosamente el polvo de Trump restante; sabía que podría necesitarlo. Además si confección me dejaba exausto.

Miguel, mientras tanto, había desarrollado su propia rutina. Había descubierto que en el bosque habitaba un gorila gigantesco, una criatura impresionante que ocasionalmente se acercaba a los límites de la propiedad. Decidió, con la confianza característica de la juventud, que podría cazarlo.

No fue bien.

Lo encontramos cubierto de hollín y con algunas quemaduras menores, maldiciendo cerca de un cráter humeante. Los explosivos que había preparado habían detonado prematuramente. El gorila, por supuesto, había escapado ileso y probablemente muy molesto.

—Los explosivos requieren respeto —le dije mientras curaba sus quemaduras, y por primera vez, vi algo parecido a la vergüenza en su rostro. Tal vez también al inicio de algo parecido al respeto.

Mes y medio después de su llegada, Luis había sido mejorado sustancialmente con los nuevos componentes. Su cuerpo robótico era ahora más ágil, más capaz. Isthar había comenzado a recordar pequeñas cosas —no de mí, todavía, pero fragmentos de su vida anterior empezaban a emerger como piezas de un rompecabezas. Miguel seguía sin reconocerme, pero había dejado de verme como una amenaza.

Fue Totovía quien sugirió que era momento de visitar Oasis.

—Necesitáis piezas que aquí no podemos fabricar —dijo con su habitual pragmatismo—. Y quizás allí encontréis otras respuestas.

Preparamos todo lo necesario para el viaje. Totovía contactó con lo que solo puedo describir como un servicio de transporte —no estoy completamente seguro si fue un taxi aerodeslizador o algún tipo de transporte compartido— pero eventualmente, una nave descendió en el claro cerca de la mansión.

El viaje a Oasis fue revelador.

La ciudad emergió de la bruma y la lluvia fina como una visión de otro mundo. Torres se apilaban unas sobre otras en una arquitectura vertical caótica, muy diferente de las favelas que había visto en mi antigua vida. Esto era puro cyberpunk: carteles luminosos en idiomas que apenas comenzaba a descifrar, pasarelas que conectaban edificios a diferentes alturas, el constante murmullo de generadores y sistemas de ventilación. La lluvia fina creaba halos alrededor de las luces de neón, y la niebla se aferraba a los niveles inferiores como un manto espectral.

No era un lugar seguro. Eso quedó claro desde el momento en que bajamos de la nave.

Isthar y Luis decidieron explorar otras áreas —había mencionado su interés en encontrar componentes biológicos para mejorar la interfaz de Luis— así que nos separamos con un plan de encontrarnos más tarde en un punto acordado.

Miguel y yo nos adentramos en los niveles comerciales, buscando vendedores de tecnología de segunda mano. Encontramos varios, pero había uno en particular que llamó mi atención. Su puesto estaba en una esquina oscura, lejos del tráfico principal. El tipo era... inquietante. Tenía implantes cibernéticos visibles, mal integrados, que le daban un aspecto parcheado y peligroso.

—Implantes —ofreció con una sonrisa que mostraba dientes metálicos—. De segunda mano. Muy buen precio.

La implicación era clara. Esos implantes venían de alguien que ya no los necesitaba. Decliné educadamente, pero pregunté por componentes de propulsión para vehículos aerodeslizadores. Tenía algunos, a precios inflados, pero estaba dispuesto a negociar.

Mientras regateaba, Miguel se había alejado. Lo vi a través de la multitud, hablando con alguien que parecía ser algún tipo de oficial o agente. Mi instinto me puso en alerta, pero estaba demasiado lejos para intervenir sin llamar la atención.

Vi el momento exacto en que todo cambió.

El agente miró a Miguel más detenidamente. Luego consultó algo en un dispositivo. Su postura cambió, y llamó a refuerzos por su comunicador.

Miguel se dio cuenta demasiado tarde. Intentó alejarse, pero ya lo rodeaban. No hubo violencia —era un arresto formal— pero fue rápido y eficiente. Lo esposaron con lo que parecían grilletes electromagnéticos y lo escoltaron hacia un edificio cercano que reconocí como una pequeña estación de policía de barrio.

Pagué rápidamente al vendedor y lo seguí a distancia. Necesitaba pensar, necesitaba un plan. Miguel había sido identificado como prófugo. Eso significaba que había algo en su pasado, algo que desconocía, que lo había puesto en la mira de las autoridades.

Observé el edificio desde una cafetería al otro lado de la calle. Era una comisaría de barrio, no muy grande, pero escuché a los guardias mencionar que lo trasladarían pronto a una instalación más grande.

Si íbamos a hacer algo, tenía que ser rápido.

Envié un mensaje codificado a Luis a través del comunicador que habíamos preparado. Necesitábamos un plan, y lo necesitábamos ya.

Porque Miguel no sabía quién era yo.

Pero yo sí sabía quién era él.

Y no iba a dejarlo en manos de quien fuera que lo estuviera buscando.



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