La sensación era maravillosa, como si hubiera retrocedido en el tiempo. El aroma a madera lo llenaba todo, y los doseles de mi cama eran tan enormes que podía estirarme en ella como un felino tras la siesta sin llegar a rozar los bordes. La luz se filtraba, suave y atenuada, a través de las cortinas de gasa y los bordados, bailando con la brisa. Por la pequeña terraza abierta me llegaba el olor de las baldosas de terracota calentadas por el sol. Era un pequeño paraíso atrapado en un segundo. —¡Café! —El aroma me dio el empujón definitivo para salir de la cama. Descalzo, seguí primero el rastro del grano y luego el sonido de la cafetera. En el distribuidor, que contrastaba con la habitación por su aire medieval de piedra y sombra, me dirigí rápido hacia la cocina. Pasé por delante de la habitación de Luis y vi que su puerta estaba abierta. El comedor, al igual que mi cuarto, transmitía una calma bucólica; se oían las gallinas en el patio y, por un momento, pensé que unos huevos revu...
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