El Rescate


El bar no tenía nombre. O si lo tenía, nadie lo recordaba. Era simplemente "el bar", un lugar discreto encajado entre dos torres en los niveles medios de Oasis, donde la luz de neón no alcanzaba a ser agresiva y la lluvia fina creaba un murmullo constante contra los ventanales empañados. El aire dentro olía a café quemado, a aceite de cocina reutilizado demasiadas veces y a ese aroma indefinible de humanidad cansada que se acumula en los lugares donde la gente viene a olvidar.

Había terminado allí casi por casualidad, siguiendo el consejo del vendedor de componentes sobre dónde encontrar "gente que sabe cosas". El interior era estrecho y alargado, con mesas de metal abolladas y sillas desparejadas. Las paredes mostraban capas de carteles antiguos —anuncios de trabajo, avisos de personas desaparecidas, ofertas de transporte— creando un collage involuntario de vidas en tránsito.

El camarero era un hombre mayor, con ese tipo de presencia que ocupa espacio sin necesidad de palabras. Su rostro era un mapa de cicatrices y arrugas, pero lo que más llamaba la atención era su ojo izquierdo: claramente biónico, con un anillo metálico que brillaba tenuemente en la penumbra. La cicatriz que lo rodeaba era irregular, profunda, el tipo de marca que deja una herida mal curada. Su ojo derecho, en contraste, era cálido y evaluador. Me observó cuando entré con la mirada de quien ha visto demasiado como para sorprenderse de nada.

—Café —pedí, y él asintió sin decir palabra.

Me senté en una mesa cerca de los ventanales, apoyando mi bastón contra la pared. La vértebra desviada me había estado molestando más de lo usual con toda la humedad de Oasis, y el descanso era bienvenido.

Fue mientras esperaba cuando ella se acercó.

—Nuevo en la ciudad? —su voz tenía un timbre peculiar, ligeramente ronroneante.
Levanté la vista y me encontré con una de las visiones más extraordinarias que había visto desde mi llegada a este mundo. Era una mujer de aspecto felino, no en el sentido metafórico sino literal. Su rostro combinaba rasgos humanos con sutiles características de gato: ojos grandes y ligeramente almendrados de un color ámbar brillante, nariz pequeña pero distintivamente animal, y lo que parecían ser suaves marcas de pelaje corto en sus mejillas. Sus orejas —definitivamente de gato— sobresalían entre un cabello oscuro y corto. Vestía ropa práctica, una chaqueta de cuero gastado sobre una camiseta oscura, y se movía con esa gracia fluida característica de los felinos.

—Se nota tanto —respondí, intentando no quedarme mirando embobado.

—Aquí todo el mundo es nuevo —sonrió, mostrando dientes ligeramente más afilados de lo normal—. O está de paso. Soy Nadine.

—El Hacedor —dije, usando el apodo que Luis había comenzado a usar para mí. Era más seguro que mi nombre real.

Se sentó sin esperar invitación, algo que en otro contexto habría sido intrusivo pero que aquí parecía natural. El camarero trajo mi café —un líquido oscuro y humeante que olía más a quemado que a café propiamente dicho— y le dirigió a Nadine una mirada que parecía contener una conversación entera.

—Lo de siempre —dijo ella, y él asintió.

Comenzamos a hablar de trivialidades. Nadine era local, había nacido en Oasis en una de las torres medianas. Trabajaba como mensajera —"correo rápido para gente que prefiere discreción", explicó con un guiño— y conocía la ciudad como la palma de su mano. Había algo en su presencia que resultaba... reconfortante. Quizás era su manera directa de hablar, o la forma en que sus ojos brillaban cuando reía. Sentí una conexión inmediata, como si nos conociéramos de antes.

Fue entonces cuando, a través de los ventanales empañados, vi algo que me heló la sangre.

Un vehículo policial se había detenido en la calle. Dos agentes uniformados flanqueaban a un prisionero esposado con grilletes electromagnéticos que brillaban con un pulso azul constante. Incluso a través del cristal sucio y la lluvia, reconocí la postura, el porte.

Miguel. Mi hijo.

—Mierda —susurré.

Nadine siguió mi mirada.

—¿Amigo tuyo?

—Algo así.

En ese momento, el camarero levantó la voz desde la barra. No era un grito, pero su tono llevaba años de frustración contenida:

—Otra vez. Otra maldita vez esos cabrones detienen a alguien.

Un par de clientes alzaron la vista de sus bebidas.

—¿Qué pasa ahora, Crix? —preguntó uno.

—Lo mismo de siempre —el camarero, Crix aparentemente, golpeó la barra con más fuerza de la necesaria—. Han estado desapareciendo personas del barrio. Cinco en las últimas dos semanas. Y ahora estos imbéciles de la autoridad vienen a arrestar a quien sea que les parezca sospechoso. Como si eso fuera a resolver algo.

—¿Desapariciones? —preguntó Nadine, con genuina preocupación.

—Gente normal. Trabajadores. No el tipo de personas que simplemente se van sin decir nada —Crix limpiaba un vaso con más violencia de la necesaria—. Y lo peor es que cuando encuentran los cuerpos... —se detuvo, negando con la cabeza—. Les han quitado todo. Implantes, órganos cibernéticos, cualquier cosa que valga algo en el mercado negro.

Sentí un escalofrío. Pero también una certeza absoluta: Miguel acababa de llegar a esta ciudad conmigo. No podía tener nada que ver con esas desapariciones.

Saqué discretamente mi comunicador bajo la mesa y envié un mensaje codificado a Luis: "Tienen al paquete. Prepárate para recuperación. Estarán en tránsito hacia central pronto. Confirma posición."

La respuesta llegó casi inmediatamente: "Confirmado. Isthar conmigo. En posición. Esperando señal."

—Tengo que irme —le dije a Nadine, dejando créditos suficientes sobre la mesa para el café y algo más.

Ella me miró con esos ojos ámbar, evaluadora.

—Ten cuidado ahí fuera. La ciudad no perdona a los descuidados.

—Lo tendré —prometí, y salí a la lluvia.

La calle olía a ozono y metal mojado, ese aroma particular de las ciudades tecnológicas bajo la lluvia. Los carteles luminosos se reflejaban en los charcos, creando constelaciones artificiales en el suelo. El sonido era una sinfonía urbana: el zumbido constante de generadores, el siseo de vehículos aerodeslizadores pasando por los niveles superiores, el goteo irregular del agua cayendo desde las pasarelas.

Necesitaba actuar rápido. Y tenía exactamente una herramienta que podría funcionar.

Volví a entrar al bar —Nadine me miró con sorpresa— y me acerqué a la barra donde había un dispensador de azúcar. Los pequeños sobres de azúcar, esos que uno ve en cualquier establecimiento. Cogí un puñado, metiéndomelos en los bolsillos. Crix me observó con su ojo biónico pero no dijo nada.

En mi bolsillo interior llevaba algo que Totovía me había dado antes de partir: un pequeño frasco de tinta rúnica. "Úsala con cuidado", me había advertido. "Y recuerda que toda magia tiene un precio."

Me alejé del bar hacia un callejón lateral, donde la lluvia creaba cortinas de agua entre los edificios. Saqué los sobres de azúcar uno por uno. Con dedos que intentaban no temblar, abrí cada sobre y, usando la tinta rúnica y la punta de un palillo que había cogido del bar, dibujé cuidadosamente el símbolo de la runa de explosión en cada montoncito de azúcar.

El proceso era más difícil de lo que esperaba. Cada runa necesitaba ser perfecta, cada línea exacta. Y sin el polvo de Tron para alimentarlas, tuve que usar mi propia vitalidad. Sentí cómo la energía se drenaba de mí con cada símbolo completado, como si estuviera dando algo de mi esencia vital. El agotamiento no era físico exactamente, era algo más profundo, como si mi alma se estuviera adelgazando.

Para cuando terminé la décima runa, estaba empapado en sudor a pesar de la lluvia fría. Mis manos temblaban y sentía un vacío en el pecho que nunca había experimentado antes.

Pero tenía lo que necesitaba.

Recorrí las calles circundantes, identificando la ruta que seguramente tomaría el vehículo de transporte hacia la central de policía. Deposité las runas de azúcar en contenedores estratégicamente ubicados, en alcantarillas, detrás de cajas de embalaje abandonadas. Cada una brillaba tenuemente con la tinta rúnica, invisible para quien no supiera qué buscar.

El esfuerzo de activar cada una para que estuviera lista me dejó exhausto. Tuve que apoyarme contra una pared, respirando pesadamente, mientras la lluvia me empapaba completamente. El mundo parecía girar ligeramente.

"Vale el precio", me dije. "Miguel vale cualquier precio."

Envié otro mensaje a Luis: "Cuando veas el espectáculo, necesito que seas Miguel. La ilusión durará una hora como mucho. Tiene que ser suficiente."

"Entendido. La máscara está lista. Runa de ilusión activada esta mañana."

Me posicioné en una azotea baja con vista a la calle principal, un lugar donde los carteles publicitarios rotos proporcionaban cobertura. La lluvia había aminorado a una llovizna fina, creando una niebla que difuminaba las luces de neón en halos de colores.

Esperé.

El vehículo apareció veinte minutos después: un transporte blindado estándar, con dos agentes en cabina y probablemente otros dos custodiando a Miguel en la parte trasera. Se movía con esa arrogancia característica de los vehículos oficiales, como si las calles les pertenecieran.

Respiré hondo, concentrándome en la conexión que sentía con cada una de las runas que había plantado. Totovía me había enseñado que no se trataba solo de activarlas, sino de sentirlas, de comprender su ritmo.

Activé la primera.

La explosión no fue enorme —como había calculado, la potencia era comparable a una mascletà valenciana, un petardo grande— pero en el silencio relativo de la calle, sonó como un trueno. El contenedor donde había colocado la runa saltó por los aires, derramando basura y creando una lluvia de desperdicios. El olor a pólvora quemada se mezcló con el aroma a basura y lluvia.

El vehículo frenó en seco.

Activé la segunda, en el lado opuesto de la calle. Luego la tercera, más adelante. Los agentes estaban confundidos, sin saber si era un ataque dirigido o algún tipo de disturbio general.

La cuarta y quinta runas explotaron casi simultáneamente, creando una cacofonía de estallidos que hizo eco entre los edificios. Las alarmas comenzaron a sonar, los carteles publicitarios parpadearon erráticamente, y en algún lugar cercano se escuchó el grito de alguien asustado.

Los agentes salieron del vehículo, armas en mano, intentando evaluar la amenaza.

Fue entonces cuando vi a Luis.

Salió de un callejón lateral, y por un momento me quedé sin aliento. La ilusión de su máscara era perfecta. Veía a Miguel —mi Miguel— corriendo con torpeza aparente, como si acabara de escapar. Llevaba la misma ropa, la misma postura. Incluso el pánico en su rostro parecía auténtico.

—¡Ahí! —gritó uno de los agentes—. ¡El prisionero ha escapado!

Luis-como-Miguel corrió hacia las profundidades del distrito comercial, hacia donde las calles se volvían más estrechas y laberínticas. Los cuatro agentes lo siguieron sin dudar, dejando el vehículo momentáneamente desatendido.

Sabía que la ilusión solo duraría una hora. Teníamos que ser rápidos.

Me moví.

Bajé de mi posición con más prisa que gracia, sintiendo cómo mis piernas casi cedían por el agotamiento. Llegué al vehículo, cuya puerta trasera estaba sellada con un cierre electromagnético que parpadeaba en verde.

Saqué mi última runa de explosión —una que había guardado específicamente para esto— y la coloqué directamente sobre el mecanismo de cierre. Esta la había cargado con un poco más de mi energía, sintiendo cómo el vacío en mi pecho se hacía más profundo.

La activé.

La explosión fue pequeña pero precisa, friendo los circuitos del cierre. El olor a plástico quemado y metal fundido llenó el aire. La puerta se abrió con un siseo neumático.

Dentro, había un guardia que había permanecido con el prisionero. La explosión lo había aturdido, se sujetaba la cabeza con una mano mientras intentaba enfocar la vista. Y allí, esposado al asiento con grilletes que brillaban azules, estaba Miguel.

—¿Papá? —su voz era una mezcla de sorpresa y alivio.

—Agacha la cabeza —ordené.

Usé el pequeño dispositivo que Luis me había dado esa mañana —un disruptor electromagnético que había salvado de las ruinas— directamente sobre los grilletes. Chisporrotearon y se abrieron.

El guardia estaba recuperándose. No tenía tiempo para sutilezas. Mis años de práctica me habían enseñado dónde aplicar presión exactamente.

—Lo siento —dije sinceramente, antes de golpearlo con la base de mi palma en el punto exacto del cuello. Se desplomó, inconsciente.

—Corre —le dije a Miguel, agarrándolo del brazo.

Corrimos hacia los niveles más bajos, donde la arquitectura se volvía más caótica y las autoridades rara vez patrullaban. Mis pulmones ardían, mi pierna izquierda protestaba con cada paso —la vértebra desviada haciendo de las suyas— pero la adrenalina me mantenía en movimiento. Mi bastón me ayudaba, aunque más de una vez pensé que tendría que revelarlo como lo que realmente era si las cosas se ponían peor. Miguel me sostenía casi tanto como yo a él.

Detrás de nosotros, escuchamos gritos. Los agentes habían descubierto el engaño. Luis e Isthar harían lo posible por mantenerlos ocupados, pero teníamos poco tiempo.

Nos adentramos en el laberinto de callejones y pasarelas que caracterizaba los niveles inferiores. El olor cambiaba aquí —menos ozono y más humedad, aceite de motor y algo orgánico en descomposición. Las luces eran más escasas, más cálidas, creando bolsas de sombra donde cualquier cosa podía esconderse.

—¿A dónde vamos? —jadeó Miguel.

—A un lugar donde podamos cambiar tu aspecto —respondí, recordando la zona donde el vendedor de implantes tenía su puesto. No era el mejor barrio, pero era lo suficientemente anárquico como para que las autoridades pensaran dos veces antes de entrar sin refuerzos.

Nos encontramos con Luis e Isthar en una intersección acordada previamente. La ilusión había desaparecido ya —Luis era nuevamente el robogato DummyBot con su máscara característica— y ambos lucían agitados.

—Funcionó —dijo Luis, su voz sintetizada con un toque de triunfo—. Los mantuvimos ocupados casi toda la hora. Isthar fue brillante distrayéndolos con ruido y confusión.

Isthar observaba a Miguel con curiosidad pero sin reconocimiento. Él la miró con una mezcla de dolor y esperanza.

—Tenemos que cambiar su aspecto —dije, sacando otro pequeño frasco que llevaba. Tinta rúnica, pero esta vez para la runa de ilusión—. Esto durará unas horas. Suficiente para que salgamos de aquí.

Dibujé los símbolos en la piel de Miguel —en su frente, sus muñecas— sintiendo cómo el último resto de mi energía se drenaba. Las runas brillaron brevemente antes de desvanecerse, y el rostro de Miguel comenzó a difuminarse, a cambiar. No dramáticamente, pero lo suficiente. Su mandíbula parecía más cuadrada, sus ojos más separados, su cabello más claro.

—Extraño —murmuró, tocándose la cara.

—Temporal —le aseguré, y entonces el mundo comenzó a girar.

Luis me agarró antes de que cayera.

—Estás agotado —diagnosticó—. Vitalidad críticamente baja.

—Estaré... bien —mentí, aunque mi voz sonaba lejana incluso para mí.

Fue Isthar quien preguntó:

—¿Dónde podemos refugiarnos? No podemos volver al hotel. Estarán vigilando todos los puntos de salida de la ciudad.

Tenía razón. Necesitábamos un lugar seguro, alguien que...

—Conozco un sitio —dije, recordando ojos ámbar y una sonrisa felin. "Ten cuidado ahí fuera", había dicho. Tal vez cuidar incluía proporcionar refugio.

Nos arrastramos de vuelta hacia los niveles medios, moviéndonos por rutas indirectas que Luis había mapeado durante su reconocimiento anterior. Cada paso era un esfuerzo. Mi pierna apenas respondía, y tuve que apoyarme pesadamente en mi bastón. Miguel tuvo que sostenerme prácticamente los últimos dos niveles.

El bar seguía allí, su luz cálida filtrándose a través de los ventanales empañados como un faro en la oscuridad. Entramos —Luis se quedó fuera, demasiado obvio con su aspecto robótico— y todas las miradas se giraron hacia nosotros.

Nadine estaba todavía allí, en la misma mesa. Sus ojos se abrieron al vernos: yo medio sostenido por un joven que ella no reconocería como el mismo prisionero de antes, e Isthar cargando una mochila que parecía demasiado pesada para su tamaño.

Se levantó de inmediato, acercándose con esa gracia felina.

—¿Necesitas ayuda? —no era una pregunta retórica.

—Refugio —conseguí decir—. Solo por esta noche. Por favor.

Ella me evaluó con esos ojos que parecían ver demasiado. Luego miró a Crix, el camarero, quien asintió casi imperceptiblemente.

—Sígueme —dijo simplemente—. Tengo un lugar donde podéis quedaros.

Nadine vivía en uno de los niveles intermedios, en lo que una vez había sido un apartamento comercial convertido en vivienda. Era pequeño pero acogedor, con ese tipo de desorden organizado que habla de una vida vivida intensamente. Olía a incienso y a ese aroma indefinible que todos los hogares tienen, una mezcla de quien vive allí y sus rutinas diarias.

Nos dejó pasar, preparó té —una infusión caliente que sabía a especias y hierbas que no pude identificar— y no hizo preguntas. No todavía.

Me desplomé en un sofá que había visto tiempos mejores, sintiendo cómo cada músculo de mi cuerpo protestaba. Miguel e Isthar se sentaron en el suelo, agotados pero alertas. Luis se había quedado en un callejón cercano, en modo de bajo consumo.

—Gracias —le dije a Nadine, y lo decía en serio.

Ella se encogió de hombros, una acción que en ella parecía incluir todo su cuerpo.

—Crix me hizo una señal. Dijo que parecías de los buenos —se sentó en una silla frente a nosotros, cruzando las piernas—. Y yo confío en el juicio de Crix. Además —agregó con una sonrisa que mostraba sus dientes afilados—, tenías pinta de que ibas a meterte en problemas interesantes.

—Acertaste —admití.

Pasamos la siguiente hora hablando, explicándole lo suficiente como para que entendiera sin revelar demasiado. Era buena escuchando, haciendo preguntas pertinentes, y ocasionalmente ofreciendo observaciones que demostraban que conocía Oasis mucho mejor de lo que nosotros jamás podríamos.

Miguel se quedó dormido primero, el agotamiento y la tensión cobrándole factura. Isthar lo cubrió con una manta que Nadine le ofreció, y observé cómo lo hacía con esa ternura que no venía de la memoria sino de algo más profundo.

Nadine se sentó junto a mí en el sofá, dejando un espacio respetuoso pero presente.

—¿Familia? —preguntó en voz baja, señalando a Miguel e Isthar.

—Sí —respondí simplemente—. Aunque es complicado.

—Las familias siempre lo son —sonrió.

Hablamos más, susurrando para no despertar a los otros. Me contó sobre Oasis, sobre cómo había crecido en una ciudad que era simultáneamente maravillosa y terrible, donde la tecnología más avanzada convivía con la pobreza más desesperada. Me habló de su trabajo como mensajera, de los secretos que transportaba sellados en paquetes que nunca abría, de la confianza que se construía en las sombras.

Le hablé, con cuidado, sobre mi búsqueda de componentes, sobre el proyecto de la moto aerodeslizadora. No mencioné de dónde veníamos realmente ni los detalles de por qué Miguel había sido arrestado.

Había algo en su presencia que resultaba... reconfortante. La forma en que sus orejas se movían ligeramente cuando escuchaba con atención, cómo sus ojos brillaban cuando algo le divertía, la manera en que se movía con esa fluidez felina incluso cuando estaba sentada. Me encontré sonriendo más de lo que había sonreído en semanas.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? En Oasis, quiero decir —preguntó eventualmente.

—Menos de un día —admití—. Ha sido... intenso.

—Y mañana —observó—, las cosas se pondrán más difíciles. Ahora que han perdido a su prisionero, van a peinar la ciudad. Y si están relacionando las desapariciones con alguien específico...

—No fue él —dije firmemente—. Acabamos de llegar. Es imposible que tenga algo que ver.

—Te creo —dijo simplemente—. Pero ellos no lo harán. No hasta que encuentren al verdadero culpable.

Tenía razón. Lo cual significaba que tendríamos que movernos rápido y terminar nuestro negocio en Oasis antes de que la red se cerrara completamente.

—Necesitamos conseguir algunas piezas más mañana —le dije—. Y luego irnos. Cuanto antes mejor.

—Puedo ayudar con eso —ofreció Nadine—. Conozco a gente que hace preguntas primero y llama a las autoridades después. Si es que las llama.

La miré, evaluando. ¿Por qué nos ayudaba? Acabábamos de conocernos.

Como si leyera mis pensamientos, sonrió.

—Crix dice que tengo debilidad por los casos perdidos —explicó—. Y honestamente, llevaba semanas aburrida. Esto es... refrescante.

—Podría ser peligroso —advertí.

—Mejor —respondió, y sus ojos brillaron con algo que podría haber sido entusiasmo o locura. Posiblemente ambos.

Me quedé dormido en ese sofá, con el sonido de la lluvia contra las ventanas y el rumor distante de la ciudad que nunca dormía completamente. Nadine se había acurrucado junto a mí en algún momento, su cabeza apoyada suavemente sobre mi pecho, su respiración convirtiéndose en un ronroneo casi imperceptible. El calor de su presencia era reconfortante, y su confianza me resultaba sorprendente y a la vez natural.

Por primera vez desde que habíamos llegado a Oasis, me sentía casi seguro.

Casi.

Porque sabía que mañana tendríamos que enfrentar lo que fuera que estaba cazando personas en las sombras de esta ciudad. Y algo me decía que cuando lo encontráramos, desearíamos no haberlo hecho.

Pero eso sería mañana. Por ahora, en este pequeño refugio que Nadine nos había ofrecido, podía descansar. Y quizás, solo quizás, había encontrado una aliada en esta ciudad de luces de neón y sombras profundas.

Me quedé dormido con esa idea. En mis sueños olía a incienso, y el peso cálido de Nadine sobre mi pecho me recordaba que, a veces, en medio del caos, podíamos encontrar pequeños momentos de paz.

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