El Taller del Carnicero

Desperté con el olor a café recién hecho y el sonido suave de la ciudad despertando. Nadine ya no estaba sobre mi pecho —la encontré en la pequeña cocina, preparando desayuno con esa economía de movimientos que habla de rutinas bien establecidas. Me sonrió cuando me vio incorporarme con esfuerzo, mi espalda protestando por haber dormido en el sofá.

—Buenos días, Hacedor —dijo, pasándome una taza humeante—. Tienes mejor cara que anoche.

Tenía razón. El agotamiento de usar mi vitalidad para las runas había desaparecido casi por completo. Me sentía... renovado. Como si una noche de descanso hubiera sido suficiente para restaurar lo que había gastado. Era extraño, pero agradecido.

Miguel e Isthar ya estaban despiertos, sentados en el suelo compartiendo lo que parecía ser pan tostado con algún tipo de mermelada. Luis estaba en un rincón, en modo de baja energía pero alerta.

—Tenemos que movernos —dije después del primer sorbo de café. Sabía amargo y fuerte, exactamente lo que necesitaba—. Conseguir lo que vinimos a buscar y salir de Oasis antes de que la red se cierre por completo.

—Hay un lugar —ofreció Nadine, sentándose con su propia taza—. En los niveles bajos. Un tipo que vende componentes de segunda mano. No hace preguntas, no llama a las autoridades. Es... turbio, pero efectivo.

—¿Qué tan turbio? —preguntó Miguel, con esa cautela recién aprendida.

Nadine se encogió de hombros, sus orejas moviéndose ligeramente.

—El tipo de turbio que te hace preguntarte de dónde saca su mercancía. Pero si necesitáis piezas que no podéis conseguir legalmente...

Era exactamente el tipo de lugar que necesitábamos. Y probablemente el tipo de lugar que debería evitar.

—Llévanos —decidí.

Nos preparamos rápidamente. Miguel todavía llevaba la ilusión que había trazado la noche anterior, aunque estaba empezando a difuminarse. Tendría que renovarla pronto, pero con suerte no necesitaríamos mucho tiempo.

Nadine nos guió a través de Oasis con la confianza de quien conoce cada callejón y atajo. Bajamos nivel tras nivel, alejándonos de las zonas comerciales hacia las áreas industriales abandonadas. El aire cambiaba, volviéndose más denso, más cargado de ese olor a metal oxidado y aceite viejo. La luz aquí era artificial y parpadeante, creando sombras que se movían de forma inquietante.

—Ahí —señaló hacia lo que parecía ser una autocaravana vieja convertida en puesto móvil de venta. Estaba aparcada en un callejón amplio, rodeada de contenedores apilados que creaban una especie de patio privado.

Pero algo estaba mal.

La puerta de la autocaravana estaba entreabierta, moviéndose ligeramente con una brisa que no existía en estos niveles cerrados. No había luces encendidas, ni el tipo de ruido que uno esperaría de un negocio activo.

—Esperad aquí —ordené, apoyándome en mi bastón mientras me acercaba con cautela.

El olor me golpeó antes de ver nada: cobre y algo orgánico, dulce y nauseabundo a la vez. Sangre. Mucha sangre.

Empujé la puerta con la punta de mi bastón.

El interior de la autocaravana era un caos. Mercancía tirada por todas partes, estanterías volcadas, y en el suelo, un cuerpo. El vendedor, supuse. Vestía ropa manchada de grasa y llevaba múltiples implantes visibles en brazos y cuello. Su garganta había sido cortada de forma brutal, y la sangre había formado un charco que se extendía hacia...

Hacia una trampilla en el suelo.

La sangre se derramaba literalmente por el borde de la trampilla, goteando hacia la oscuridad de abajo. Como si alguien hubiera matado al tipo justo encima de su propia entrada secreta.

—Está muerto —anuncié, volviendo hacia donde los demás esperaban—. Asesinado. Hace poco, diría.

—¿Robo? —preguntó Nadine, sus orejas aplastadas contra su cabeza en señal de alarma.

—Posiblemente —miré la autocaravana, pensando—. Pero hay algo más. Una trampilla. Parece que llevaba a algún tipo de sótano o túnel.

Miguel se acercó, observando por encima de mi hombro.

—¿Crees que quien lo mató bajó por ahí?

—O vino de ahí —señalé—. De cualquier manera, si tenía mercancía valiosa, probablemente la guardaba abajo.

De perdidos al río, como decía mi padre.

—Voy a bajar —decidí—. Luis, quédate aquí con Isthar. Si alguien viene, avisadme.

—Yo voy contigo —insistió Miguel.

—Y yo —añadió Nadine, con esa sonrisa que mostraba dientes afilados—. Es mi ciudad. Y además, alguien tiene que asegurarse de que no hagas alguna estupidez heroica.

No tenía energía para discutir.

La trampilla se abría a una escalera metálica que descendía hacia la oscuridad. Mis pasos resonaban con un eco hueco mientras bajábamos, la luz de nuestras linternas creando sombras danzantes en las paredes. El olor a humedad y algo químico llenaba el aire.

Llegamos a un túnel que parecía ser parte del sistema de búnkeres antiguo que había visto en las ruinas cerca de la mansión de Totovía. Las paredes eran de hormigón reforzado, con cables y tuberías expuestas que sugerían que esto había sido parte de alguna infraestructura mayor.

El túnel se abría a una cámara, pequeña y claustrofóbica, y lo que vi allí me hizo detenerme en seco.

Era un taller. Pero no cualquier taller.

El espacio era estrecho, apenas suficiente para moverse entre las mesas de trabajo. Herramientas quirúrgicas colgaban de ganchos en las paredes. Contenedores etiquetados meticulosamente con nombres de implantes y órganos cibernéticos se apilaban en estanterías improvisadas. Una nevera industrial ocupaba casi toda una pared, con una luz roja parpadeando en su panel de control. Y sobre una de las mesas, aprovechando cada centímetro de espacio...

Cuerpos. Tres de ellos, en diferentes estados de... procesamiento.

—Dios mío —susurró Nadine, su voz apenas audible—. Él. El vendedor. Era el asesino.

Todo encajaba de forma horrible. Las desapariciones que Crix había mencionado. Los cuerpos encontrados sin implantes. Este tipo no estaba revendiendo componentes de segunda mano de forma inocente. Los estaba extrayendo él mismo. Cazando personas, matándolas, cosechando sus partes cibernéticas como si fueran repuestos de coches.

—Alguien más lo descubrió —dijo Miguel, señalando el cuerpo que habíamos visto arriba—. Y decidió hacer justicia. O eliminó a la competencia.

Me obligué a moverme por el taller estrecho, rozando las paredes mientras catalogaba mentalmente lo que había. Componentes de propulsión —exactamente los que necesitaba para la moto aerodeslizadora. Fuentes de energía compactas. Procesadores neurales. Todo organizado con una eficiencia espeluznante en el espacio reducido.

Fue entonces cuando vi algo que no encajaba.

En un rincón, apretada entre la nevera y la pared, había lo que parecía ser un robot. O más bien, un droide de aspecto increíblemente humanoide. Tenía el tamaño de una niña de unos diez años, con rasgos faciales delicadamente tallados que le daban una expresión casi inocente. Su cuerpo estaba parcialmente ensamblado, con paneles abiertos que revelaban su interior mecánico.
—¿Por qué tendría algo así? —murmuró Nadine, acercándose con cautela.

No lo sabía. Pero algo en mi interior gritaba que no podíamos dejarla aquí. No en este lugar de muerte y horror.

—Luis —hablé por el comunicador—. Baja. Te necesito aquí.

Cuando Luis llegó, el espacio se volvió aún más estrecho con todos nosotros dentro. Le expliqué la situación. Su ojo óptico escaneó a la droide con eficiencia.

—Modelo avanzado —diagnosticó—. Inteligencia artificial de clase Alpha. Pero está incompleta. Le falta el núcleo de procesamiento emocional y varios sistemas críticos.

—¿Puedes completarla?

—Con las piezas que hay aquí... posiblemente. Sería una chapuza, pero funcional.

—Hazlo —ordené—. Nadine, Miguel, ayudadme a recoger todo lo que podamos llevar. Componentes, herramientas, cualquier cosa útil.

Trabajamos rápido en el espacio reducido, moviéndonos con cuidado para no tropezarnos unos con otros. Luis se conectó a una terminal del taller, sus dedos mecánicos danzando sobre los controles mientras me iba diciendo qué piezas necesitaba y dónde encontrarlas. Yo las recuperaba del caos organizado del taller, pasándoselas, siguiendo sus instrucciones meticulosas sobre cómo ensamblarlas.

Era como hacer un rompecabezas tridimensional bajo presión. Conectar esto aquí, soldar aquello allá, verificar conexiones, calibrar sensores. Miguel y Nadine empaquetaban sistemáticamente todo el resto del material útil que encontraban.

Pasó una hora. Luego otra. El trabajo era minucioso y agotador. Mi espalda protestaba, mi pierna izquierda gritaba, pero no podía parar. Algo en esto me parecía importante. Necesario.

Finalmente, Luis dio un paso atrás.

—Hecho. No es perfecto, pero debería funcionar. Voy a activar su sistema de arranque.

La droide permaneció inmóvil por un momento. Luego, sus ojos —de un color azul suave— se iluminaron. Su cabeza se movió ligeramente, mirando alrededor con lo que parecía ser confusión.

Sus ojos se posaron en mí.

—Papá —dijo, con una voz suave y clara.

El mundo se detuvo.

Todos nos quedamos congelados. Miguel me miró con los ojos muy abiertos. Nadine tenía una expresión entre sorprendida y tierna. Luis simplemente procesaba.

La droide parpadeó, su expresión volviéndose vacía nuevamente.

—Sistema de reconocimiento facial... error —murmuró, su voz volviéndose más monótona—. Modo básico activado. Esperando instrucciones.

—¿Qué fue eso? —preguntó Miguel.

—Un atisbo —respondió Luis—. Su IA intentó establecer conexiones emocionales primarias. Es normal en unidades Alpha. Buscan figuras parentales para anclar su desarrollo emocional. Pero sin un núcleo completo, no puede mantener ese nivel de conciencia. Volvió al modo básico.

Miré a la pequeña droide, con su expresión ahora neutral y sus ojos brillantes esperando órdenes. Había dicho "papá". Una palabra que mis propios hijos no recordaban dirigirme.

—Llévala —le dije a Miguel—. Con cuidado. Viene con nosotros.

—¿Estás seguro? —preguntó Nadine—. Es un droide. Es... complicado.

—Estoy seguro —no sabía por qué, pero lo estaba—. No podemos dejarla aquí.

Entre los tres ayudamos a la droide a levantarse. Se movía con una gracia mecánica, obedeciendo instrucciones básicas pero sin iniciativa propia. La guiamos hacia la escalera.

—Tenemos que eliminar evidencia —dije, mirando alrededor del taller—. Este lugar... no puede quedarse así.

Miguel entendió inmediatamente. Buscó entre los químicos del taller hasta encontrar varios contenedores de líquido inflamable. Los distribuyó estratégicamente por el lugar.

—¿Seguro de esto? —preguntó—. Podría llamar más atención de la que queremos.

—Ya nos buscan —respondí—. Y este lugar... nadie debería encontrar lo que hay aquí. Las familias de esas víctimas merecen no saber cómo terminaron sus seres queridos.

Esperamos hasta estar todos arriba. Desde la entrada de la autocaravana, arrojé una tea improvisada —un trapo empapado en el mismo químico inflamable— por la trampilla.

El fuego se extendió rápido. Demasiado rápido. En cuestión de minutos, el humo comenzó a salir por la trampilla. Las alarmas antiincendio del nivel empezaron a sonar.

—Tenemos que irnos —urgió Nadine—. Ya.

Corrimos —o más bien, nos movimos tan rápido como pudimos con una droide en modo básico que necesitaba instrucciones constantes— hacia el punto de encuentro que habíamos acordado: el bar de Crix.

Llegamos jadeando, yo apoyándome pesadamente en mi bastón. Isthar corrió hacia nosotros, aliviada de vernos bien. Y detrás de ella...

Crix nos observaba desde la puerta del bar, sus brazos cruzados y su ojo biónico evaluándonos.

—Dentro —ordenó simplemente—. Rápido.

No discutimos.

Una vez dentro, con la puerta cerrada y las cortinas corridas, Crix nos sirvió agua sin pedir nada a cambio. El bar estaba vacío a esta hora, solo nosotros.

—El fuego —dijo, no era una pregunta.

—Había un taller —expliqué—. El asesino de las desapariciones. Era el vendedor de componentes.

Crix cerró su ojo bueno, su expresión volviéndose sombría.

—¿Muerto?

—Cuando llegamos —confirmó Nadine—. Alguien más lo encontró primero.

—Bien —dijo Crix simplemente—. Ese cabrón tenía que pagar. Solo lamento no haber sido yo quien lo hizo.

Fue entonces cuando noté lo que llevábamos. Las mochilas llenas de componentes. La droide de pie en un rincón, esperando en modo básico.

—¿Quién es ella? —preguntó Miguel, señalando a la droide.

—No lo sé —admití—. Pero no podíamos dejarla allí.

—Papá —observó Isthar suavemente—. Eso es lo que dijo, ¿verdad? La oí desde fuera.

Todos me miraron. No tenía una respuesta que tuviera sentido.

—Necesitamos irnos de Oasis —cambié de tema—. Hoy. Ahora. Tenemos lo que vinimos a buscar y mucho más. Quedarnos solo complicará las cosas.

—Tenéis razón —acordó Nadine—. Pero ¿cómo? Los puntos de salida estarán vigilados.

—Totovía —dije, recordando algo que me había dado—. Me dio algo antes de venir.

Salimos por la puerta trasera del bar, hacia un callejón donde tendríamos privacidad. Saqué de mi bolsillo interior un pequeño objeto: una cápsula hotpoi, como la había llamado Totovía.

—¿Qué es eso? —preguntó Miguel, curioso.

—Mirad —coloqué la cápsula en el suelo y la activé.

La cápsula se expandió con un siseo suave, desplegándose como origami mecánico hasta convertirse en un armario metálico del tamaño de una taquilla grande, con dos puertas.

—Totovía me explicó —dije mientras abría las puertas, revelando un interior que parecía imposiblemente grande—. Es una especie de almacenamiento dimensional. Puedo guardar aquí todo lo que he conseguido. Todo el material de las naves, las piezas del taller, todo.

—¿Hay alguna limitación? —preguntó Luis, siempre pragmático.

—No se pueden meter cosas vivas —recordé—. O las rechaza o impide que se cierre. Totovía fue muy claro en eso.

—¿Bacterias? ¿Virus? —cuestionó Luis.

—Supongo que están en todas partes de todas formas —me encogí de hombros—. No parecía preocuparle.

Comenzamos a transferir todo. Las mochilas llenas de componentes del taller. Las piezas que habíamos estado recolectando de las naves. Herramientas. Cada cosa que metiéramos simplemente... desaparecía en el interior, sin parecer ocupar espacio. Era desconcertante y maravilloso.

—Esto es increíble —murmuró Miguel, metiendo la última mochila.

—Totovía tiene sus recursos —cerré las puertas y la cápsula se replegó sobre sí misma, volviendo a su tamaño de bolsillo. La guardé cuidadosamente.

Regresamos al interior del bar, donde Crix nos esperaba con los brazos cruzados.

—Necesito un favor —le dije directamente—. Necesitamos transporte fuera de la ciudad. Algo discreto.

Crix me estudió con su ojo biónico, ese artilugio que probablemente estaba escaneándome en más espectros de los que yo podía imaginar.

—Sé de alguien —dijo finalmente—. Sale dentro de dos horas hacia el oeste. Transporta mercancía. No hace preguntas si el precio es correcto.

—Pagaré lo que pida —prometí.

—Ya lo has hecho —señaló hacia Nadine—. Cuidaste de una de las mías. Eso cuenta.

Nadine sonrió, acercándose a Crix y frotando su mejilla contra la de él en un gesto claramente felino de afecto.

—Gracias, viejo.

—Sois unos imprudentes —gruñó, pero había afecto en su voz—. Todos vosotros. Pero buenos imprudentes.

Las dos horas pasaron en una especie de limbo temporal. Comimos lo que Crix nos preparó —algo que sabía a especias y carne pero que no pregunté qué era exactamente. Nos lavamos como pudimos en el pequeño baño del bar. Miguel renovó su aspecto ilusorio con la ayuda de Luis y la tinta rúnica que me quedaba.

Nadine se quedó conmigo la mayor parte del tiempo, sentada cerca, su presencia tranquilizadora. No hablamos mucho. A veces las palabras no son necesarias.

—Podrías venir con nosotros —ofrecí en un momento de impulso.

Ella me miró con esos ojos ámbar, considerando.

—Oasis es mi hogar —dijo finalmente—. Pero... no es una oferta que rechace fácilmente.

—Entonces no la rechaces —insistí—. Al menos piénsalo.

—Lo pensaré —prometió, y en sus ojos vi algo que podría haber sido esperanza.

El transporte resultó ser un camión de carga antiguo, con un conductor que tenía más implantes mecánicos que partes orgánicas. No dijo su nombre, solo asintió cuando Crix le habló. El precio fue pagado en créditos que habíamos salvado del taller del asesino —dinero manchado de sangre, pero útil.

Subimos a la parte trasera, entre cajas de mercancía que tampoco preguntamos qué contenían. La droide vino con nosotros, silenciosa en su modo básico. Isthar parecía fascinada por ella, observándola con curiosidad.

Nadine se quedó en el muelle de carga, sus brazos cruzados. Cuando nuestras miradas se encontraron, levantó una mano en despedida.

No sé por qué, pero sentí que no sería la última vez que la vería.

El camión arrancó con un rugido de motor antiguo. Oasis comenzó a alejarse, sus torres iluminadas por neón desapareciendo gradualmente en la bruma y la distancia.

Miguel se sentó junto a mí, su aspecto ilusorio parpadeando ocasionalmente.

—¿Qué vamos a hacer con ella? —señaló a la droide.

—No lo sé todavía —admití—. Pero algo me dice que estaba destinada a venir con nosotros.

Luis, desde su rincón, emitió un sonido que podría haber sido acuerdo.

El viaje de vuelta hacia la mansión de Totovía sería largo. Tenía tiempo para pensar en todo lo que había pasado. En el rescate de Miguel. En el taller del horror que habíamos descubierto. En la droide que me había llamado papá.

En Nadine y la posibilidad de algo que ni siquiera sabía cómo nombrar.

Pero sobre todo, pensé en lo que vendría después. Teníamos los componentes que necesitábamos. Teníamos una nueva adición a nuestro extraño grupo. Y teníamos más preguntas que respuestas sobre por qué Miguel e Isthar habían aparecido aquí, años mayores de lo que deberían ser, sin memoria de mí.

Totovía tendría respuestas. O al menos, espera que las tuviera.

Me recosté contra las cajas de mercancía, sintiendo cómo la vibración del motor me adormecía. Isthar se había quedado dormida apoyada en Luis. Miguel miraba por una rendija en las puertas traseras, observando cómo Oasis desaparecía en la distancia.

La droide permanecía inmóvil, sus ojos azules brillando suavemente en la penumbra.

Y yo, el Hacedor, con mi bastón oculto y mis runas aprendidas, me pregunté qué otras aventuras nos esperaban.

Porque sabía, con la certeza que solo da la experiencia, que esto era solo el principio.


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