Raíces en Oasis - Parte II

Fue durante mi tercer viaje cuando lo encontramos: las antenas.

Había estado explorando los niveles superiores de Oasis, donde el aire era más limpio pero el viento soplaba con fuerza constante, silbando entre las estructuras metálicas. Buscaba componentes específicos que necesitaba para el sistema de comunicaciones del vehículo. Miguel me acompañaba, sus botas produciendo un eco metálico en las pasarelas de rejilla, y Nadine había insistido en venir, diciendo que conocía a alguien en esa zona que podría ayudarnos. Sus pasos eran silenciosos a pesar del metal bajo nuestros pies, ese movimiento felino que siempre me fascinaba.
Las torres de transmisión se alzaban como gigantes olvidados, estructuras de una era anterior cuando las comunicaciones aún eran libres. El viento hacía vibrar los cables con un zumbido grave y constante, como el canto de instrumentos gigantescos. Ahora, la corporación controlaba todo el flujo de información, limitando qué podía decirse y a quién. Pero estas antenas... estas eran analógicas, antiguas, anteriores al control corporativo. Olían a óxido y electricidad vieja, a oportunidades olvidadas.

—Funcionan —dijo Luis, escaneando las estructuras con un serie de pitidos y clics—. Con las reparaciones correctas, podríamos establecer comunicaciones encriptadas. La corporación ni siquiera sabría que estamos transmitiendo.

La caseta de control estaba en lo alto de la torre principal, accesible solo por una escalera externa que crujía peligrosamente con cada paso. Años de abandono la habían dejado en ruinas, pero la estructura era sólida, el metal gruñendo pero aguantando nuestro peso. Y alrededor, como un organismo que crece sin plan, construcciones improvisadas se habían aferrado a la torre. Era un suburbio vertical, un gueto de chatarra y esperanza, donde la gente vivía en los márgenes del control corporativo. Los olores eran intensos aquí: comida cocinándose en fogatas improvisadas, ropa tendida que olía a jabón barato, el aroma mezclado de demasiadas vidas apiñadas en espacios pequeños.

—Podríamos establecernos aquí —sugirió Miguel, evaluando el espacio con ojo táctico, sus movimientos creando pequeños ecos en el espacio vacío—. Está a gran altura, tiene acceso a múltiples rutas de escape, y la torre nos daría capacidad de comunicación con Totovía.

—Y con quien más necesitemos contactar —añadió Nadine, con esa sonrisa que sugería que ya estaba pensando en las posibilidades. Su cola se movía con entusiasmo, rozando contra las superficies metálicas con un suave susurro.

Tenía sentido. Necesitábamos una base en Oasis. No podíamos seguir dependiendo de la hospitalidad de otros, y los viajes constantes entre la ciudad y la mansión de Totovía eran agotadores. El trote constante de Orange, por fiel que fuera, resonaba en mis huesos después de cada viaje. La moto todavía no era la solución al 100%, pues parecía estar continuamente en el banco de trabajo, con más mejoras. Becky sugería sus propias mejoras y se camelaba a unos y a otros.

Comenzamos a acondicionar la torre. Fue un trabajo de meses. El sonido constante de martillos golpeando metal, sierras cortando vigas oxidadas, taladros perforando superficies. Limpiar —el roce de escobas contra suelo de metal, el chapoteo de agua con detergente industrial—, reparar —el siseo de soldaduras, el chasquido de remaches siendo colocados—, hacer habitables los espacios. El olor a pintura fresca comenzó a reemplazar al óxido y moho. Pero con cada día, la torre se convertía más en un hogar. El eco vacío se llenó con voces, con risas, con el sonido de la vida cotidiana.

Establecimos turnos, algunos nos quedábamos en la torre mientras otros regresaban a la mansión. Kais se quedó con Totovía la mayor parte del tiempo —aún necesitaba cuidados constantes, sus sistemas produciendo ocasionales pitidos de error— pero nos visitaba ocasionalmente, cada vez más despierta, más consciente. Sus pasos cada vez hacían menos ruido, sus movimientos volviéndose más naturales.

Fue durante uno de estos días de trabajo cuando los conocimos: Marcus, Sara y Samuel.

Estábamos en uno de los mercados de nivel medio, donde los olores eran un asalto constante: especias exóticas, metal recién cortado, comida frita, sudor humano, el ozono de la tecnología barata. El rumor de miles de conversaciones creaba un muro de sonido casi físico. Isthar y yo buscábamos componentes específicos para el sistema de navegación del vehículo. Ella había venido a Oasis con nosotros en este viaje, fascinada por la variedad de tecnología disponible, sus ojos brillando mientras examinaba cada puesto con dedos rápidos y seguros.

Los vi acercarse antes de que Isthar los notara. El sonido de sus pasos era diferente al del resto de la multitud —más uniforme, más disciplinado, el tac-tac-tac de botas militares. Dos hombres y una mujer, vestidos con esa ropa práctica que intentaba no llamar la atención pero que gritaba "autoridad". Federales, mi instinto me dijo. Los que habían sido enviados a buscar a Miguel. El olor a detergente militar estándar( no se q me ocurrirá con el detergente , creo q echaba en falta los q me recordaban a mi propia casa) y aceite de armas los precedía sutilmente.

Pero no se movieron con hostilidad. Se acercaron lentamente, cuidadosamente, sus pasos resonando con esa precisión que solo da el entrenamiento, y fue la mujer quien habló primero.

—¿Isthar? —su voz era suave, casi incrédula, quebrándose ligeramente en la segunda sílaba.

Mi hija levantó la vista, el tintineo de los componentes que sostenía resonando cuando los dejó sobre el mostrador. Sus ojos mostraban esa confusión que había aprendido a reconocer cuando alguien la llamaba por su nombre pero ella no recordaba quién era.

—Lo siento, yo... ¿nos conocemos? —su voz sonaba pequeña, perdida en el rugido del mercado.

El dolor que cruzó el rostro de la mujer fue genuino y profundo, acompañado de un sonido ahogado que podría haber sido el inicio de un sollozo. Uno de los hombres —el más joven, con rasgos similares a los de ella— puso una mano en su hombro con un suave roce de tela.

—Sara —murmuró, su voz apenas audible sobre el ruido ambiental—. Tranquila.

Sara. El nombre resonó con algo que Miguel había mencionado. Amigos de antes. De su otra vida.

—Soy Sara —se presentó, componiendo su expresión con esfuerzo, su respiración aún irregular—. Y estos son Marcus y mi hermano Samuel. Éramos... amigos. Tuyos y de Miguel. Pensábamos... pensábamos que habías muerto. Desaparecida en combate.

—¿Muerta? —Isthar parpadeó, el sonido de su sorpresa casi inaudible—. Yo... no recuerdo nada de eso.

El silencio que siguió fue denso, casi tangible, roto solo por el constante murmullo del mercado. Marcus me estudió con esa intensidad que los buenos investigadores tienen, sus ojos recorriéndome de arriba abajo con la precisión de un escáner.

—Miguel —dijo finalmente, su voz controlada pero tensa—. Huyó cuando te dieron por desaparecida. Dejó todo para buscarte. ¿Está aquí? ¿Está bien?

Me tensé, el crujido de mi agarre en el bastón audible incluso sobre el ruido del mercado. No iba a delatar a mi hijo. No hasta estar seguro de que estos "amigos" realmente lo eran. El olor acre de mi propio sudor nervioso me recordó cuánto estaba en juego.

—Un amigo —respondí con cuidado, mi voz más baja de lo habitual—. Alguien que está ayudando a Isthar.

Hubo un momento de silencio tenso, roto solo por el latido acelerado de mi corazón en mis oídos. Luego Sara habló de nuevo, pero esta vez su mirada estaba fija en Isthar con una intensidad que iba más allá de la preocupación de una amiga. Había algo más ahí. Historia. Conexión. El roce casi imperceptible de sus dedos contra su propia palma delataba su nerviosismo. Quizás algo que ni siquiera Isthar, con su memoria intacta, habría admitido fácilmente.

—¿Te importa si hablamos? —preguntó Sara, su voz casi quebrada—. Solo... necesito saber que estás bien. Que estás viva, ya me hace sentir mejor pero ahora necesito más.

Isthar me miró, buscando aprobación. El tintineo de sus implantes de coordinación era apenas audible. Asentí, pero mantuve mi expresión neutral. Aún no confiaba.

—Ve. Pero mantén tu comunicador activo. Cualquier problema, llámame.

Se alejaron hacia una cafetería cercana, donde el olor a café sintético y pan tostado reemplazaba los olores del mercado. Sara caminaba cerca de Isthar con una protección casi instintiva, sus pasos sincronizándose inconscientemente. Samuel se quedó conmigo, observándome con curiosidad mientras Marcus se mantenía entre evaluador y guardia, su mano descansando casualmente cerca de donde probablemente llevaba un arma.

—Así que tú eres el que los ha estado ayudando —dijo Samuel, su voz más relajada que la de su compañero, con un ligero acento que no pude ubicar—. Hemos estado siguiendo los rumores. Alguien que ha estado causando problemas menores a la corporación.

No respondí. Dejé que el silencio hiciera el trabajo, solo el sonido de mi respiración controlada llenando el espacio entre nosotros.

—Mira —intervino Marcus, su tono volviéndose más directo, el crujido de su chaqueta acompañando sus movimientos—. Oficialmente estamos aquí para encontrar a Miguel y llevarlo de vuelta para enfrentar cargos de deserción. Pero extraoficialmente... Miguel huyó buscando a Isthar cuando la dieron por desaparecida. Eso no es deserción. Eso es lealtad.

—¿Y qué importa lo que pienses? —pregunté, mi mano apretándose en mi bastón con un crujido suave—. Órdenes son órdenes.

—Las órdenes pueden ser... interpretadas —Samuel sonrió ligeramente, el sonido de su risa más un suspiro que algo alegre—. Hay cosas pasando que van más allá de un soldado buscando a su hermana. Y si necesitáis ayuda, la tenéis. Pero primero necesitamos saber que podemos confiar en ti. Y tú necesitas saber que puedes confiar en nosotros.

Fue el comienzo de algo. No confianza, todavía no. Pero quizás el principio de un entendimiento. El sonido de la ciudad continuaba su sinfonía interminable, pero entre nosotros se había establecido una nueva frecuencia, una nueva forma de comunicación.

Los días se convirtieron en semanas. Marcus, Sara y Samuel no podían ayudarnos abiertamente —tenían que mantener su tapadera como agentes federales buscando a un desertor, sus comunicaciones oficiales llenas de informes vacíos y pistas falsas— pero nos pasaban información en encuentros que parecían casuales, el crujido de papeles siendo discretamente transferidos, nos advertían sobre operativos corporativos con mensajes codificados cuyo pitido llegaba en momentos cruciales, ocasionalmente "perdían" equipamiento que casualmente terminaba en nuestras manos, el tintineo de cajas siendo dejadas en callejones oscuros.

Los meses en Oasis se convirtieron en una rutina de trabajo, construcción, y resistencia silenciosa. El vehículo aerodeslizador estaba casi completo, su motor produciendo un ronroneo grave y constante que hacía vibrar el suelo del taller. La torre era ahora nuestra base operativa real, llena de los sonidos de la vida: conversaciones, risas, el golpeteo de pasos en las escaleras metálicas, el siseo constante del sistema de comunicaciones. Y nosotros... nosotros éramos una familia extraña de rebeldes, soñadores, y personas que simplemente intentaban hacer algo bueno en un mundo complicado.

Una noche, mientras trabajaba en los últimos ajustes del vehículo, el siseo de la soldadura llenando el aire con su aroma característico, Luis se acercó con esa forma de moverse que indicaba que tenía algo importante que decir. El suave zumbido de sus servomotores cambió de tono.

—He estado observando cómo trabajas —comenzó, su voz sintetizada más suave de lo habitual—. Hay algo en tu forma de entender los sistemas. Es... inusual.

—¿Inusual malo o inusual bueno? —pregunté, sin levantar la vista del panel que estaba soldando, las chispas saltando con cada pasada y el olor a metal fundido llenando mis fosas nasales.

—Simplemente inusual —respondió con cuidado, el pitido de sus sensores analizándome—. Como si ya hubieras visto esta tecnología antes. O como si pudieras ver un paso más allá de lo que otros ven.

Me encogí de hombros, incómodo con la dirección de la conversación, el crujido de mi chaqueta resonando en el taller.

—Supongo que aprendo rápido.

Luis no insistió, pero su silencio decía más que las palabras. Solo el zumbido constante de sus procesadores llenaba el espacio entre nosotros.

El vehículo cobró vida bajo mis manos. Ya no era solo chatarra ensamblada. El primer encendido fue precedido por una serie de pitidos de inicialización, seguidos por el rugido satisfactorio del motor cobrando vida. Era algo funcional, capaz, confiable. El olor a combustible limpio y lubricante nuevo llenaba el aire.

Lo llamé Teseo. Por el barco paradójico, que era reemplazado pieza por pieza hasta que nada del original quedaba, pero seguía siendo el mismo barco. Como yo, quizás. Como todos nosotros.

En Oasis, habíamos encontrado más que una ciudad. Entre el constante rumor de generadores, el silbido del viento entre las torres, el murmullo interminable de voces, habíamos encontrado un propósito. Habíamos encontrado una comunidad. Habíamos encontrado la forma de hacer la diferencia, una pequeña victoria a la vez.

Y mientras miraba el Teseo completado, escuchando el suave ronroneo de su motor en ralentí, con Beky la moto aparcada al lado emitiendo ocasionales pitidos de sus sistemas en modo de espera, la torre de comunicaciones elevándose sobre nosotros con sus cables vibrando al viento, y las luces de Oasis extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista como un mar de estrellas artificiales, me di cuenta de algo.

Ya no estaba perdido en este mundo.

Estaba encontrándome a mí mismo.

Y quizás, solo quizás, estaba ayudando a otros a hacer lo mismo.

---

La alerta llegó demasiado tarde.

Luis fue el primero en detectarlo, sus sensores captando el movimiento antes de que el resto de nosotros pudiéramos reaccionar. El pitido agudo de alarma que emitió cortó el aire como un cuchillo. Su voz atravesó el comunicador con una urgencia que raramente mostraba, el estático crepitando con la intensidad de la señal.

—Hacedor. Tenemos compañía. Mucha compañía.

Me asomé por una de las ventanas de la torre. El sonido de motores se acercaba, un rugido grave que hacía vibrar las estructuras metálicas. Las luces de las linternas y los focos tácticos formaban un anillo alrededor de nuestra posición, su resplandor cortando la oscuridad como cuchillos. El olor a combustible de los vehículos llegaba incluso hasta nuestra altura. Vehículos corporativos bloqueaban todas las salidas, el chirrido de sus frenos resonando en la noche. Siluetas armadas se movían con la precisión de profesionales entrenados, sus pasos sincronizados creando un ritmo amenazante.

—¿Cuántos? —pregunté, mi mano ya buscando mi bastón, el frío metal reconfortante bajo mis dedos.

—Al menos treinta. Quizás más. Están en todas las rutas de escape —la voz de Luis sonaba tensa incluso a través del sintetizador, sus palabras entrecortadas por estático.

Miguel apareció a mi lado, evaluando la situación con esa calma fría que solo había visto en soldados veteranos. El sonido de su respiración era controlado, medido. Sus botas no hicieron ruido alguno sobre el suelo de metal.

—No hay salida —dijo simplemente, el peso de esas palabras cayendo como piedras—. No sin luchar.

Isthar llegó corriendo desde su puesto en el sistema de comunicaciones, el golpeteo urgente de sus pasos en las escaleras metálicas anunciando su llegada. Su rostro mostraba la primera chispa de algo que podría haber sido memoria muscular. Miedo, sí, pero también determinación. El olor acre de su sudor mezclado con adrenalina era palpable.

—Han cortado todas las comunicaciones externas —reportó, su voz entrecortada por la carrera, su respiración agitada—. Estamos solos.

Nadine entró por la escalera de emergencia, el sonido metálico de sus garras contra el metal precediendo su aparición. Su pelaje estaba ligeramente erizado, haciendo un sonido suave como electricidad estática, sus ojos de gato brillando con adrenalina en la penumbra.

—Los he contado —su voz era un gruñido bajo, casi felino—. Son treinta y dos. Corporativos de élite. No son guardias de barrio, Hacedor. Son los buenos.

El silencio que siguió fue roto solo por el sonido distante de órdenes siendo dadas abajo, el clic metálico de armas siendo preparadas, el zumbido de drones de vigilancia posicionándose. Me apoyé en mi bastón, sintiendo el peso de la katana oculta en su interior, el suave tintineo del mecanismo de liberación bajo mis dedos. Los implantes en mis brazos zumbaron levemente, un pitido ascendente mientras mi sistema nervioso acelerado se activaba por instinto, preparándome para lo que vendría. El olor a adrenalina de todos nosotros llenaba el aire.

No había escapatoria.

Solo quedaba una opción.

—Entonces peleamos —dije, y en el silencio que siguió —roto solo por el rugido distante de los motores corporativos y el silbido del viento— todos asintieron. El sonido de armas siendo verificadas, de seguros siendo quitados, de sistemas activándose, llenó la torre.

La torre estaba rodeada. El olor a pólvora y metal comenzaba a filtrarse incluso a nuestra altura. Y nosotros estábamos en su interior, sin salida, escuchando el creciente rumor de botas acercándose, el siseo de cuerdas siendo lanzadas, el clic de imanes de escalada adhiriéndose al metal.

Pero si iban a llevarnos, no sería fácil.

El primer disparo resonó en la noche, un trueno que hizo vibrar las ventanas.

No sería fácil en absoluto.



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