Consecuencias y Nuevos Horizontes
Y allí, dentro de la nave, sentado con ese uniforme de Comandante que ahora parecía una traición, estaba Totovía.
Le lancé una mirada. Fría. Dura. Cargada con toda la rabia y el miedo que sentía.
Él sostuvo mi mirada pero no dijo nada. Sus ojos —esos ojos que habían visto décadas más de lo que yo vería jamás, sesenta y tantos años de experiencia que se notaban en cada arruga— mostraban algo que podría haber sido disculpa. O quizás solo resignación.
La rampa comenzó a cerrarse detrás de nosotros. El siseo neumático sonó como una sentencia.
El despegue fue suave, demasiado suave para una nave militar. Los motores apenas vibraban bajo nuestros pies mientras ascendíamos. A través de las pequeñas ventanillas podía ver Oasis haciéndose más pequeña, las luces de la ciudad pareciendo estrellas caídas sobre tierra oscura.
Era la primera vez que salía al espacio.
Debería haber estado aterrado. Debería haber estado pensando solo en Miguel e Isthar esposados frente a mí. Pero una parte de mí —esa parte que siempre había soñado con las estrellas— no podía evitar mirar. El planeta curvándose bajo nosotros, la atmósfera como una línea azul brillante, y más allá... el vacío infinito salpicado de luz.
—Impresionante, ¿verdad? —la voz de Totovía interrumpió mis pensamientos.
No le respondí. No confiaba en mi voz.
—Sé que estás furioso —continuó, su tono calmado, casi paternal—. Pero necesitas escuchar.
—¿Escuchar qué? —las palabras salieron más ásperas de lo que pretendía—. ¿Cómo nos traicionaste? ¿Cómo usaste todo lo que hicimos para...?
—Para salvarte la vida —me interrumpió. Su voz se endureció ligeramente—. Para salvar las vidas de tus hijos. ¿Crees que esto es traición? Esto es lo único que me permitieron hacer.
El silencio que siguió fue pesado. Miguel e Isthar no dijeron nada, sus ojos fijos en el suelo.
—Los federales no son lo que crees —Totovía se levantó, caminando hacia una de las ventanillas—. Son una subdivisión de Primus. La corporación más grande del Mosaico. La que controla los portales, la que mantiene el orden... o al menos lo intenta.
El Mosaico. La palabra resonó en mi mente. Así llamaban al conjunto de realidades conectadas, cada mundo una tesela única en un diseño imposible de comprender en su totalidad.
—¿Y qué tiene eso que ver con nosotros?
—Primus no puede intervenir directamente en conflictos locales —explicó—. Tienen tratados, acuerdos con otras corporaciones. Pero agentes externos... eso es diferente. Cuando intervinisteis en el rescate, cuando la resistencia tomó el control usando vuestro caos como cobertura, les disteis una excusa.
Procesé sus palabras lentamente. Mi mente conectaba los puntos, esa capacidad que siempre había tenido para ver patrones donde otros solo veían caos. Mi padre me había enseñado a leer a las personas, a entender qué querían antes de que lo dijeran. Mi madre me había mostrado cómo guiar conversaciones hacia donde necesitabas que fueran. Y ahora, viendo la postura de Totovía, el tono de su voz...
Había algo más. Algo que no estaba diciendo.
—¿Una excusa para qué?
—Para actuar. Para estabilizar la situación antes de que se convirtiera en una guerra corporativa total —Totovía se giró hacia mí—. Y para ofreceros una salida.
Ahí estaba. El "pero" que había estado esperando. La pieza que faltaba en el rompecabezas.
—¿Qué clase de salida?
Fue entonces cuando un oficial entró en el compartimiento. Joven, quizás veinticinco, con ese aire de eficiencia militar que viene de nunca haber dudado de tu lugar en el mundo. Su mirada me barrió brevemente —evaluando, catalogando, descartando— antes de dirigirse a Totovía.
—Comandante —dijo—. El Almirante solicita su presencia. Y la de los detenidos.
La nave a la que nos acercamos era impresionante. Me recordó a esas viejas series que había visto de niño, Galactica, naves masivas con forma de portaaviones espaciales. Pero esta era real, sus luces parpadeando en patrones que probablemente significaban algo para quien supiera leerlos.
Cuando atracamos y las puertas se abrieron, varios escuadrones nos esperaban. No con armas apuntando, pero la amenaza era clara. Disciplinados, jóvenes la mayoría, moviéndose con esa precisión que viene del entrenamiento constante.
Nos condujeron a través de pasillos que olían a aire reciclado y lubricante de maquinaria. Todo era eficiente, limpio, moderno. Mi bastón golpeaba contra el suelo metálico con cada paso, el único sonido irregular en medio de tanta perfección militar.
La sala de reuniones era austera. Una mesa larga, sillas cómodas pero funcionales, y en la cabecera, un hombre que solo podía ser el Almirante. Cuarenta y tantos, con ese porte que no se aprende sino que se forja en décadas de mando.
—Siéntense —no fue una sugerencia.
Miguel e Isthar se sentaron, las esposas tintineando contra la mesa. Yo permanecí de pie, apoyado en mi bastón. Totovía se colocó al lado del Almirante.
—He revisado su situación —el Almirante habló sin preámbulos—. Deserción militar, posesión de tecnología restringida, asociación con elementos insurgentes, intervención no autorizada en operaciones corporativas...
Cada palabra era un martillo cayendo.
—Normalmente, esto terminaría con ejecución sumaria o prisión permanente.
Observé su lenguaje corporal. La forma en que sus manos descansaban sobre la mesa, no crispadas. El tono de voz, firme pero no final. Los ojos que se movían entre nosotros, evaluando reacciones.
Había un "pero". Siempre lo había. La cuestión era qué querían a cambio.
El Almirante continuó, confirmando mi intuición.
—Sin embargo, el Comandante Totovía ha intercedido. Y las circunstancias de su intervención han creado una... oportunidad.
Se levantó, activando un holograma que flotó sobre la mesa. Mostraba Oasis, la situación política, el equilibrio de poder.
—Los federales —dijo— somos la fuerza de seguridad de Primus. No somos policía. No somos soldados de ocupación. Somos reguladores del Mosaico. Mantenemos el orden entre teselas, pero tenemos restricciones. No podemos intervenir directamente en conflictos corporativos internos.
Comenzó a caminar alrededor de la mesa.
—Ustedes, sin embargo, son civiles. Agentes externos. Su intervención nos dio la justificación para estabilizar Oasis antes de que CFE decidiera arrasar la ciudad.
—¿Qué está proponiendo? —pregunté, aunque ya lo sabía.
—Agentes libres —dijo simplemente—. Trabajando para nosotros en misiones donde no podemos ir oficialmente. A cambio, les perdonamos los cargos. Miguel Caballero es dado de baja deshonrosa en lugar de ser ejecutado. Isthar C. Espinosa queda en libertad condicional.
—¿Y si nos negamos?
El Almirante me miró con una expresión que no era cruel, solo... práctica.
—Entonces aplicamos la ley militar. Sus hijos no ven el amanecer.
No había elección. Nunca la había habido.
—¿Cuál es la primera misión?
Una sonrisa apenas perceptible cruzó el rostro del Almirante.
—EP-9. Un centro de ocio y negocios en un asteroide a dos meses de viaje. Atrae todo tipo de gente... comerciantes, corporativos, algunos menos respetables. Fuera de jurisdicción federal oficial. Hay un intercambio programado, un maletín que necesita ser... asegurado. Los métodos quedan a su discreción.
Activó otro holograma, mostrando planos de la estación.
—Para reforzar su equipo, he asignado a tres de nuestros agentes. Samuel Chen, Sara Ortega y Marcus Ortega.
Los vi entrar. Marcus y Sara primero hermanos—, se notaba en los rasgos similares, en cómo se movían con esa sincronización inconsciente que viene de crecer juntos. Marcus tenía esa energía que me recordaba a Miguel, esa mezcla de confianza y humor apenas contenido. Sara era más seria, pero sus ojos se dirigieron inmediatamente a Isthar con una intensidad que no pude descifrar del todo.
Samuel entró último. Asiático, treinta y pocos, con cicatrices que hablaban de combate real. Sus movimientos eran más deliberados que los de los hermanos Ortega, cada paso medido.
Los tres me evaluaron con miradas profesionales. No había desprecio, pero tampoco asumían nada. Tendría que ganarme su respeto.
—Tienen acceso completo a nuestros talleres y armería —continuó el Almirante—. Prepárense. Parten en cuarenta y ocho horas.
Y así, tan simplemente, nuestro destino cambió de nuevo.
Los siguientes dos días fueron un torbellino.
Los talleres de la nave eran impresionantes. Tecnología que apenas comprendía, herramientas que parecían sacadas de sueños de ingenieros. Luis prácticamente vivió allí, sus procesadores zumbando constantemente mientras descargaba terabytes de información: mecánica aeronáutica, navegación espacial, sistemas de propulsión.
El Teseo llamó la atención desde el primer momento.
—¿Esto es...? —uno de los técnicos senior, un tipo llamado Rodriguez con más canas que pelo, se detuvo frente a nuestra nave—. ¿De dónde sacaron estas piezas?
—Aquí y allá —respondí vagamente.
Rodriguez caminó alrededor del Teseo, sus ojos expertos reconociendo componentes, frunciendo el ceño ante otros.
—Este panel es de un carguero Helios-class. Discontinuado hace quince años. Y esto... —tocó uno de los sistemas de propulsión— esto es arquitectura vectorial, pero modificada. ¿Cómo lograron integrar...?
—Mucha paciencia —dijo Luis, uniéndose a la conversación—. Y algunas soluciones creativas.
—Creativas —Rodriguez soltó una risa corta—. Esto es más que creativo. Esto es... —buscó la palabra— ingenioso. Este estabilizador no debería funcionar con estos propulsores, pero lo han calibrado de tal forma que...
Otros técnicos se acercaron, atraídos por la conversación. Vi admiración en algunos rostros, sorpresa en otros. El Teseo no era elegante según estándares militares, pero era efectivo. Y más importante, era nuestro.
—Estas soldaduras —señaló una técnico más joven—. Están hechas a mano. ¿Quién...?
—Yo —admití—. No teníamos acceso a equipo automatizado.
Me miró con nueva apreciación. No dijo nada, pero el respeto estaba ahí.
Durante los siguientes días, el Teseo pasó de ser funcional a ser excepcional. Mejoramos los sistemas vectoriales con componentes militares de calidad. Añadimos escudos básicos que antes solo había soñado. Actualizamos la navegación con software que reconocería automáticamente las juntas del Mosaico.
Y mientras trabajaba, escuchaba conversaciones. Los técnicos jóvenes discutiendo teorías, intercambiando ideas. Ocasionalmente me preguntaban mi opinión, y cuando la daba —cuando conectaba conceptos que ellos no habían relacionado— veía sorpresa. Breve, pero ahí.
Mi capacidad para ver patrones, para entender cómo sistemas aparentemente inconexos podían trabajar juntos, era útil. Y aunque no lo decían abiertamente, empezaron a buscar mi perspectiva.
El entrenamiento fue... educativo.
Me asignaron a formación básica. No técnica —había intentado las pruebas técnicas y había fallado espectacularmente. Mi forma de pensar, esa manera de relacionar eventos y conceptos de forma casi instintiva, no se traducía bien a protocolos estandarizados. En los tests me clasificaron como "Visionario", un mérito-defecto que básicamente significaba: "piensa de formas útiles pero impredecibles."
Así que soldado raso sería.
El instructor era competente, profesional. Las rutinas eran duras pero manejables. Yo no era el más joven del grupo —había un par de reclutas que rondaban los treinta y cinco— pero tampoco era el más viejo por mucho margen.
Lo que me frustró no fue el entrenamiento físico. Fue lo otro.
—Caballero, presentarse al oficial de armamento —ordenó el instructor un día.
—¿Caballero? —parpadeé.
—Su hijo, soldado. El teniente Caballero.
Ah. Claro. Miguel técnicamente tenía un rango superior. Como ex-piloto, su equivalencia era teniente. Isthar, por su entrenamiento especializado con armas inteligentes, era sargento técnico.
Yo era soldado raso.
La ironía no se me escapó. Pero tragué orgullo y fui a reportarme.
Miguel estaba en el armamento revisando sistemas de puntería cuando llegué. Me vio y una expresión incómoda cruzó su rostro.
—Papá...
—Teniente —lo interrumpí con una sonrisa—. Reportándome según órdenes.
—No tienes que...
—Sí tengo que —dije más suavemente—. Aquí, en esto, tú tienes experiencia que yo no tengo. Y está bien.
Vi alivio en sus ojos.
—Aunque —añadí— podría presentarme al examen de ascenso. Cuando tengamos tiempo.
—Deberías —dijo, y su sonrisa fue genuina—. Con lo que sabes...
—Más adelante —prometí.
Porque sí me picaba. Solo un poco. Pero entendía la lógica. Y si iba a hacer esto, lo haría correctamente.
Isthar era más complicada.
La encontré en el campo de tiro una tarde, practicando con un rifle láser nuevo. Sus movimientos eran precisos, cada disparo dando en el centro. Pero había algo en su postura, una tensión que no era solo concentración.
—Buenas series —dije al acercarme.
Se sobresaltó ligeramente, luego se relajó al verme.
—Papá. Hola.
Nos quedamos en silencio un momento, viendo los hologramas de objetivos aparecer y desaparecer.
—¿Estás bien? —pregunté finalmente.
—Sí —respondió demasiado rápido. Luego suspiró—. No lo sé. Todo esto es... familiar. Como si mi cuerpo lo recordara aunque mi mente no. Y Samuel y Sara...
—¿Qué pasa con ellos?
—Samuel es como Miguel. No exactamente igual, pero... similar. Y Sara... —hizo una pausa— me mira como si me conociera. Como si esperara que yo también la conociera.
—¿Y eso te molesta?
—Me frustra —admitió—. No recordar. Y a veces... —se detuvo.
—¿A veces qué?
Me miró con esos ojos que eran tan parecidos a los de su madre.
—A veces estoy enfadada contigo. No sé por qué. Es como... como si hubiera algo que debería recordar. Algo importante. Y no puedo alcanzarlo.
Mi desaparición. Cuando entré a este mundo, dejándola atrás sin explicación. Sin despedida. Claro que estaría enfadada, aunque no recordara conscientemente por qué.
—Lo siento —dije simplemente—. Por lo que sea que te hice. Por lo que no recuerdas pero aún duele.
Ella parpadeó, sorprendida por la franqueza.
—No es tu culpa. No recuerdo...
—No tiene que ser recordado para ser real —la interrumpí—. Tus sentimientos son válidos. Siempre.
Vi sus ojos humedecerse ligeramente. Luego asintió, volviendo su atención al campo de tiro.
Pero su postura era un poco menos tensa.
Una noche, Luis y yo descubrimos algo interesante en los niveles de almacenamiento.
Pequeños robots, no más grandes que un gato, apilados en un rincón marcado para mantenimiento. PD —Unidades de Propósito Dual. Podían hacer reparaciones básicas, transporte ligero, exploración.
—Útiles —comentó Luis, escaneando uno.
—Muy útiles —concordé—. ¿Crees que podrías reparar uno?
—Probablemente. Si tuviera las piezas correctas.
Pasamos las siguientes noches trabajando en uno, entre turnos de entrenamiento y mejoras al Teseo. Cuando finalmente conseguimos que funcionara, su primer acto fue hacer un pequeño saludo que nos hizo reír a ambos.
—Necesitamos piezas de repuesto —dijo Luis pensativamente.
—¿Dónde encontraríamos...?
—Hay una caja en el almacén —me interrumpió—. Sector 7-B. Marcada como 'Suministros alimenticios para transporte'. Pero los sensores muestran componentes metálicos.
Lo miré. Él me miró.
—¿Estás sugiriendo...?
—Estoy sugiriendo que hay un error de etiquetado que deberíamos... corregir.
No pude evitar sonreír. Esa noche, con la ayuda de Luis y algunas credenciales "prestadas" temporalmente, accedimos al almacén. Encontramos la caja, efectivamente llena de piezas de PD.
—Necesitamos cambiar la etiqueta —dije—. Si alguien revisa el inventario...
Luis ya estaba trabajando. Sus dedos volaban sobre el panel de control, modificando registros, creando una cadena de papeleo que mostraba que la caja había sido reasignada legítimamente a "mantenimiento de transporte privado."
—Listo —dijo—. Ahora oficialmente contiene suministros para el Teseo.
—Que técnicamente es cierto —añadí—. El Teseo es transporte. Y estas piezas serán suministros.
—Exactamente.
Cargamos la caja y la llevamos de vuelta. Nadie nos detuvo. Nadie preguntó. Y si algún día alguien buscaba esas piezas de PD, encontraría un rastro de papeleo perfectamente legal que mostraba su transferencia a nuestro proyecto.
A veces la mejor forma de robar algo es hacer que parezca que nunca lo robaste en absoluto.
Pero el gran golpe fue de Miguel y Luis.
—Papá —Miguel me buscó una noche, esa expresión en su cara que siempre significaba que había hecho algo que técnicamente no debería haber hecho pero que funcionaría perfectamente.
—¿Qué hiciste?
—Nada. Todavía. Pero hay una impresora molecular en el taller tres. Marcada para reciclaje.
—¿Y?
—Y nadie la va a echar de menos —continuó—. Es un modelo antiguo, pero funcional. Con ella podríamos sintetizar herramientas, comida básica, repuestos...
—Eso es robo.
—Es reciclaje preventivo —intervino Luis, apareciendo detrás de Miguel—. La salvaremos de un destino innecesario.
—Chicos...
—Piénsalo —insistió Miguel—. Dos meses de viaje. Y luego quién sabe cuánto tiempo en EP-9. Con esto seríamos autosuficientes.
Tenía razón. Y lo sabía.
—¿Cuándo?
—Esta noche. Última ronda de guardias. Tú nos cubres.
Y así, mientras el resto de la nave dormía, Miguel y Luis "reciclaron" la impresora molecular. Yo me quedé en el pasillo, aparentemente revisando algo en mi datapad, realmente asegurándome de que nadie interrumpiera.
La cargaron en el Teseo con una eficiencia que hablaba de planificación cuidadosa. Cuando la vi a la mañana siguiente, ya instalada y funcionando en la bahía de carga, solo pude negar con la cabeza.
—Si nos atrapan...
—No nos atraparán —dijo Miguel con confianza—. Ya estamos partiendo.
Y tenía razón. Otra vez.
El equipamiento que nos proporcionaron legitimamente fue excepcional.
A mí me dieron una Helios-9, pistola de energía con sistema de puntería inteligente. No era completamente hiperconectada —esas requerían implantes que yo no tenía— pero el sistema de asistencia era impresionante. Cambio automático entre cuatro modos de disparo, compensación balística, incluso un protocolo de seguridad que impedía disparar a aliados registrados.
—Puede conectarse directamente mediante cable de datos —explicó el armero— o funcionar de forma autónoma. La conexión por cable es más segura, menos vulnerable a hackeo.
—Entendido.
Las armaduras fueron aún mejores. Servo-asistidas, similares a la que Miguel ya tenía pero con mejoras generacionales. Blindaje Tron-5 en puntos críticos, sistemas de soporte vital integrados, interfaces de información en los visores que mostraban todo desde niveles de oxígeno hasta posiciones tácticas de tu equipo.
—¿Color federal? —preguntó el técnico de armamento.
—Neutro —respondí inmediatamente—. Sin insignias.
Entendió sin necesidad de explicación. No éramos federales, no oficialmente. Las armaduras salieron en grises y negros, sin marcas identificativas. Fantasmas en equipo militar.
Luis también recibió mejoras. Nuevos sistemas sensoriales que expandían su rango de detección. Actualizaciones de software que mejoraban su capacidad de procesamiento. Incluso un pequeño arsenal de herramientas integradas que podía desplegar desde compartimentos en sus extremidades.
Isthar pasó horas en el campo de tiro con su nuevo rifle inteligente. Era un modelo avanzado, capaz de conectarse directamente con sus implantes de coordinación. La vi practicar, viendo cómo el arma y ella se movían como una unidad, cada disparo perfecto no porque apuntara, sino porque el sistema sabía dónde necesitaba que fuera la bala.
—Es como respirar —me dijo después—. Como si el rifle fuera parte de mí.
Esa era la magia de las armas hiperconectadas. No solo eran herramientas. Eran extensiones.
Los días antes de partir, el equipo comenzó a asentarse en algo parecido a una unidad.
Samuel resultó ser exactamente lo que había parecido en ese primer encuentro. Tenía esa misma energía que Miguel, ese humor que aflojaba tensiones. Los vi entrenando juntos, bromeando, moviéndose con una sincronía que hablaba de personalidades compatibles.
Sara era diferente. Más seria, más enfocada. Pero competente. La vi en combate simulado y sus movimientos eran precisos, eficientes. Y la forma en que miraba a Isthar...
No era solo profesional.
Una tarde los encontré en el observatorio. Isthar señalaba constelaciones, explicando algo sobre patrones de navegación. Sara escuchaba, pero sus ojos estaban en Isthar más que en las estrellas.
—¿Recuerdas esto? —preguntó Sara suavemente— Las constelaciones. Solíamos...
—No —Isthar la interrumpió, su voz tensa—. No recuerdo.
—Lo siento. No quería...
—No es tu culpa —Isthar se suavizó—. Es solo... frustrante. Que todos parezcáis recordar cosas que yo no puedo.
Sara tocó su brazo, un gesto pequeño pero íntimo.
—Entonces haremos nuevos recuerdos.
Vi a Isthar relajarse, una pequeña sonrisa apareciendo en su rostro.
Me retiré antes de que notaran mi presencia. Fuera lo que fuera que hubiera habido entre ellas antes, podía construirse de nuevo. Y eso era suficiente.
Marcus era más difícil de conocer. Profesional, competente, pero guardado. Hablaba poco, observaba mucho. Pero en combate simulado vi por qué lo habían elegido. Era letal, eficiente, y tenía ese instinto que solo viene de experiencia real.
Una noche nos encontramos en el gimnasio, ambos incapaces de dormir.
—¿Nervioso por la misión? —pregunté.
—Realista —respondió—. EP-9 no es territorio federal. Muchas cosas pueden salir mal.
—¿Has estado allí?
—Una vez. Hace años. Es... —buscó la palabra— complejo. En la superficie es todo ocio y negocios. Pero bajo cubierta hay otra ciudad. Gente que vive al margen de las corporaciones.
—¿Peligroso?
—Depende de cómo te muevas —me miró directamente—. Ustedes no son militares tradicionales. Eso podría ser ventaja o desventaja.
—¿Y tú qué crees?
Una pequeña sonrisa.
—Creo que cualquiera que pueda robar una impresora molecular y hacer que parezca legal tiene habilidades útiles.
Me congelé.
—No te preocupes —añadió—. No lo reporté. Pero ten más cuidado. Los registros de energía de la bahía tres no coincidían con el papeleo. Alguien más observador podría notarlo.
—¿Por qué no lo reportaste?
—Porque vamos a necesitar esa impresora —dijo simplemente—. Y porque respeto la iniciativa.
Esa fue la noche en que empecé a confiar en Marcus.
La noche antes de partir, Nadine insistió en venir a despedirse.
La encontré en nuestra antigua habitación, una pequeña suite que los federales nos habían asignado durante nuestra estancia. Estaba mirando por la ventana, viendo las estrellas.
—Tienes que volver —dijo sin girarse.
—Lo sé.
—Oasis todavía te necesita. Yo todavía te necesito.
Me acerqué, rodeándola con mis brazos.
—Volveré. Lo prometo.
—No hagas promesas que no puedes cumplir.
—Entonces prometo intentarlo.
Se giró, sus ojos brillando con algo que podría haber sido lágrimas.
—Cuida de ellos. De Miguel, de Isthar. Son buenos chicos.
—Lo haré.
Nos besamos, lento y profundo, saboreando el momento porque no sabíamos cuándo vendría el próximo.
Esa noche hablamos de todo y nada. De sus planes para Oasis, de mis dudas sobre EP-9, de sueños pequeños y esperanzas grandes. Y cuando amaneció, nos despedimos sabiendo que esto era temporal.
Pero temporal puede ser muy largo en el Mosaico.
El despegue fue hermoso en su simplicidad.
Todo el equipo reunido en el Teseo. Miguel en los controles principales, sus manos moviéndose con la confianza de un piloto nato. Isthar en sistemas de armas, aunque esperábamos no necesitarlas. Luis integrado con la nave misma, sus sistemas fundidos con los nuestros para máxima eficiencia.
Samuel y Sara en las estaciones de navegación secundaria, Marcus revisando equipamiento táctico. Kais —mi pequeña Kais que ya no era tan pequeña— en ingeniería, asegurándose de que todo funcionara perfectamente.
Y yo en el centro, viendo cómo todo lo que habíamos construido cobraba vida.
—Control, aquí Teseo —dijo Miguel en el comunicador—. Solicitando permiso para partir.
—Teseo, tienen luz verde. Buen viaje.
Los motores cobraron vida con ese rugido musical que solo nuestros propulsores vectoriales hacían. La nave federal comenzó a hacerse más pequeña, el planeta donde todo esto había comenzado convirtiéndose en una esfera azul.
Y entonces estábamos en el vacío. Rodeados de estrellas. Libres.
—Rumbo a EP-9 —anunció Miguel—. Dos meses de viaje. Estimado de llegada...
Pero ya no lo estaba escuchando. Estaba mirando las estrellas, el Mosaico extendiéndose ante nosotros en toda su infinita complejidad.
Dejábamos cosas atrás. Nadine en Oasis. La seguridad relativa de la protección federal. La familiaridad de lo conocido.
Pero adelante había posibilidades. Había mundos que nunca había visto. Había teselas que ni siquiera sabía que existían.
Y por primera vez en mucho tiempo, sentía que estábamos yendo hacia algo, no solo huyendo de ello.
El Mosaico nos esperaba. EP-9 nos esperaba. El futuro nos esperaba.
Y nosotros, en nuestro pequeño Teseo construido de chatarra y sueños, volábamos hacia él.
← Cap. 13: Recepción en las Nubes | Índice | Continuará...
Comentarios
Publicar un comentario