Recepción en las nubes
El palacio flotaba sobre Oasis como un sueño imposible. No era una nave orbital —era algo mucho más impresionante. Un edificio completo, masivo, que se había elevado del suelo y ahora permanecía suspendido a varios cientos de metros de altura. Las luces de la ciudad brillaban abajo como un mar de estrellas invertido, mientras a nuestro alrededor, los fuegos artificiales explotaban a la misma altura que nuestras ventanas.
El reflejo de esas explosiones de color danzaba en el cristal frente a nosotros. Nos mirábamos a los ojos, Nadine y yo, con esa comodidad que solo viene después de haber sobrevivido juntos al infierno.
Las copas brillaban bajo las luces tenues del salón. La mía contenía un vino que me recordaba a casa —ácido con ese toque dulce que siempre me había gustado— aunque los tonos azulados lo delataban como algo alienígena. Algún tipo de baya local, supuse. El sabor era sorprendentemente bueno, el líquido deslizándose suave por mi garganta.
Nadine prefería algo más fuerte. Su copa contenía un licor destilado, similar a la cazalla de mi tierra pero con un aroma que tenía ese toque anisado característico. El color era rojo intenso, casi carmesí, como si estuviera bebiendo sangre. El tinte manchaba sus labios, dándoles un brillo oscuro que resultaba... perturbadoramente sensual.
El camarero se acercó, sus pasos medidos y profesionales.
—¿Necesitan algo más? —preguntó con tono educado.
—No, está todo correcto —respondí, manteniendo el tono casual.
Vi cómo Nadine le guiñaba un ojo al camarero. Miguel —porque era mi hijo bajo ese uniforme impecable— intentó devolverle el guiño, el resultado fue torpe pero entrañable. Continuó con sus tareas, ajustando copas y platos con manos que temblaban ligeramente.
Me levanté, besé la frente de Nadine. El calor de su piel contra mis labios, ese aroma sutil que siempre llevaba mezclado con el perfume que había elegido para la ocasión.
—Necesito ausentarme un momento —murmuré—. Volveré enseguida.
Ella asintió, sus ojos brillando con comprensión.
El ambiente de la fiesta era impresionante. Difería completamente de lo que yo consideraría riqueza en mi mundo, pero la exclusividad era palpable. Las entradas para Nadine y para mí habían costado favores que prefería no recordar. Luces suaves, conversaciones en múltiples idiomas, el tintineo constante de cristal contra cristal.
Me dirigí a los baños. El olor a productos de limpieza caros —ese aroma floral artificial que intentaba enmascarar lo obvio— llenaba el espacio. Tras asegurarme de estar solo, me acerqué a las cisternas, o lo que fuera que pasara por ello en esta nave.
Con cuidado, deposité cada una de las runas que había estado preparando durante días. Explosivas. Más potentes de lo normal, suficiente para causar caos sin matar a nadie... probablemente. Mis dedos temblaban ligeramente mientras las colocaba, el metal frío de las inscripciones rúnicas contra mi piel.
Al salir, Miguel —el camarero— me vio y asintió casi imperceptiblemente. Era la señal. Al otro lado de la sala, camuflados como personal de seguridad, estarían Luis y mi hija. Del otro lado, más camareros: Miguel y uno de sus contactos de los federales.
Necesitábamos una distracción para sacar a los prisioneros.
Le hice una seña discreta. ¿Habían localizado a los presos? Miguel asintió brevemente, ajustando una bandeja vacía.
Había comenzado.
No podíamos usar comunicadores. Cualquier señal electrónica sería detectada inmediatamente por los sistemas de seguridad de la nave. Así que mientras caminaba de vuelta hacia Nadine, observé.
Los invitados eran exactamente lo que esperaba: corporativos de alto nivel, sus trajes caros y sus risas falsas. Pero entre ellos, camuflados con diversos grados de éxito, había guardias de seguridad. Algunos buenos en su trabajo, otros demasiado tensos, demasiado alertas para ser simples invitados.
Y entonces los vi. Federales. Con sus uniformes de gala impecables, insignias brillando bajo las luces. No estaban allí para la fiesta. Sus ojos escaneaban constantemente, evaluando, calculando. Mierda.
Me acerqué a Miguel, cogiendo una copa de champán de su bandeja.
—Una copa más, por favor —dije, el tono casual pero la mirada cargada de significado.
Entendió inmediatamente. Hizo señales discretas a otros dos camareros. El plan estaba en marcha.
Aproveché para tomar algunos aperitivos. No soy de esas personas a las que se les cierra el estómago con el estrés. El pequeño canapé tenía un sabor complejo, algún tipo de pasta con algo parecido al salmón. Delicioso, la verdad. Bebí mi champán, dejando que las burbujas hicieran cosquillas en mi lengua.
Al cabo de unos minutos, uno de los compañeros de Miguel se acercó con una bandeja. Bajo una servilleta, una nota. No era la cuenta. Era un pequeño croquis, líneas rápidas mostrando un camino, una puerta, una ubicación.
Comencé a caminar en esa dirección, Nadine siguiéndome a cierta distancia. El sonido de la fiesta —risas, conversaciones, música suave— era casi hipnótico.
Estaba a mitad de camino cuando activé las runas.
La explosión no fue ensordecedora, pero fue efectiva. El estruendo vino de arriba, seguido por el sonido de agua corriendo. Mucha agua. Las tuberías reventadas comenzaron a salpicar líquido por todas partes, el tabique que separaba los baños de las estancias principales agrietándose, cediendo.
Pequeñas cascadas comenzaron a caer desde las balconadas superiores. Agua no muy limpia, a juzgar por el olor que comenzó a extenderse. Gritos. Confusión. El hedor era bastante desagradable, una mezcla de productos químicos de limpieza y... bueno, mejor no pensar en ello.
Los guardias se giraron hacia el origen del caos.
Nosotros nos movimos en la dirección opuesta.
Los túneles de servicio eran estrechos, el aire más fresco pero cargado con ese olor metálico de conductos de ventilación. Nadine y yo avanzamos rápido pero en silencio, nuestros pasos amortiguados por años de práctica.
Las cámaras se iban apagando a nuestro paso. Luis, sin duda, hackeando los sistemas desde algún punto de acceso. Pero entonces una de ellas —esos dispositivos extraños con forma de ojos diabólicos, las pupilas mecánicas moviéndose arriba y abajo— nos hizo un gesto negativo.
Nos detuvimos, buscando un hueco en la pared. El espacio era estrecho, apretándome contra Nadine. Podía sentir su respiración controlada, el calor de su cuerpo contra el mío.
Pasos apresurados. Guardias corriendo hacia la zona del "accidente". Esperamos, conteniendo la respiración, hasta que el sonido se desvaneció.
Continuamos. Escaleras arriba, evitando los ascensores que parpadeaban con luces de alarma rojas. El ascenso me dejó ligeramente sin aliento, mi corazón latiendo con fuerza pero controlado.
Llegamos a una zona que claramente era de alta seguridad. Las cámaras eran más numerosas, más sofisticadas. Todas comenzaron a girar al mismo tiempo, haciendo ese mismo gesto negativo.
Y entonces escuchamos pasos.
Agarré a Nadine por la cintura, atrayéndola hacia mí, y la besé. Mis labios contra los suyos, el sabor dulce y anisado de su bebida todavía presente. Su sorpresa inicial se convirtió en comprensión, devolviéndome el beso con convicción.
Una voz interrumpió.
—Disculpen, esta zona está restringida.
Me giré, tambaleándome ligeramente, imitando la torpeza de alguien ebrio. Sonreí con esa sonrisa boba que los borrachos tienen.
—Perdona, no me di cuenta —mi voz arrastraba las palabras perfectamente—. ¿Viene por aquí...?
Me acerqué a ellos —dos guardias, armados, pero con las armas todavía enfundadas— mientras hablaba. Podía sentir a Nadine tensándose detrás de mí, sus músculos preparándose.
Cuando uno de ellos comenzó a levantar su arma, me aparté hacia un lado.
La vibro-espada cantó al activarse, el zumbido grave llenando el espacio cerrado. Un movimiento fluido, años de práctica, y el arma del guardia se dividió en dos mitades perfectas con un siseo de metal fundido.
Nadine saltó sobre el segundo, un rugido bajo escapando de su garganta. El impacto del cuerpo felino contra el humano fue brutal, el crujido de armadura y el gemido de dolor mezclándose.
El primer guardia miró sus dedos —tres de ellos habían desaparecido junto con parte de su arma— con expresión de shock. Antes de que pudiera gritar, lo golpeé en la sien con la empuñadura de mi espada. El sonido sordo de su casco contra el suelo metálico resonó en el pasillo.
Miré hacia Nadine. El otro guardia estaba inconsciente... o algo peor. Ella se lamía una garra, sus ojos brillando con esa luz predadora.
—¿Muerto? —pregunté en un susurro.
—Dormido —ronroneó—. Probablemente.
Continuamos.
La zona de prisiones era... extraña. No había muros sólidos, solo campos de fuerza brillando con luz azulada en los marcos de cada celda. Dentro, lo básico: un retrete, un lavabo, una cama. Y personas. Muchas personas que reconocí de Oasis.
Entonces aparecieron más guardias.
El combate fue rápido y brutal. Nadine se movió como líquido, esquivando disparos láser que dejaban líneas brillantes en el aire. Yo usé la vibro-espada, cortando armas, desarmando, golpeando con la parte plana cuando podía. El sonido era una sinfonía de caos —siseos de energía, crujidos de metal, gruñidos felinos, mi propia respiración acelerada.
Cuando el último guardia cayó, nos detuvimos. Sudor goteando por mi rostro, el sabor salado en mi lengua. Nadine tenía un arañazo en el hombro, sangre manchando su elegante vestido de fiesta.
—La contraseña —dije, acercándome a las celdas—. "El amanecer llega desde el oeste."
Las caras de los prisioneros cambiaron de terror a esperanza. Comenzamos a desactivar los campos de fuerza, el zumbido de energía disipándose con cada celda liberada.
Repartimos las armas que habíamos quitado a los guardias. Nadine y yo no necesitábamos más. Teníamos capacidad de sobra para defendernos.
El camino de vuelta fue más caótico. Los liberados, hambrientos de libertad o venganza, se apresuraron hacia adelante. Algunos resultaron heridos en los primeros encuentros con más guardias. No tenía conocimientos médicos avanzados, pero llevaba un par de medi-kits. Pequeños inyectores con un cóctel de adrenalina, hormonas y nano-reparadores que cerraban heridas menores. El siseo de los inyectores aplicándose, seguido por suspiros de alivio.
Cuando salimos al nivel principal, el escenario había cambiado completamente.
La resistencia —esa resistencia que habíamos avisado de nuestra operación— había aprovechado el caos para su propio asalto. El sonido de disparos era constante ahora, olor a cordita llenando el aire. Vi a algunos de los líderes entre los atacantes.
Esto ya no era nuestro problema.
Saqué mi comunicador y marqué la secuencia.
El Teseo apareció como un fantasma metálico, ascendiendo desde las calles de Oasis donde había permanecido oculto. La moto —Beky con Luis integrado— se estrelló contra el ventanal en una explosión de cristal, el rugido musical de sus propulsores mezclándose con el silbido del aire descomprimiéndose.
La ráfaga de viento fue violenta, arrastrando servilletas, copas, incluso a algunos invitados más ligeros. Las alarmas comenzaron a sonar, luces rojas parpadeando por toda la nave.
Disparos impactaron contra las ventanas reforzadas mientras la nave descendía frente a nosotros. La rampa del Teseo descendió con un siseo neumático.
—¡Todos adentro! —grité.
Los rescatados corrieron hacia la nave. Hubo forcejeos, algunos guardias intentando detenerlos, pero entre Nadine y yo mantuvimos el perímetro. Mi bastón —porque eso era para cualquiera que mirara, un simple bastón de madera grabada— se movía en mis manos con precisión letal, golpeando puntos de presión, rompiendo rodillas. Las garras de Nadine desgarraban, y uno a uno los obstáculos caían.
Luis apareció desde el otro lado del salón, su forma metálica inconfundible incluso entre el caos. Como técnico de seguridad había tenido acceso completo, y ahora corría hacia nosotros.
Cuando el último prisionero subió a bordo, Nadine, Luis y yo corrimos hacia Beky. La moto había calculado el momento perfecto para la extracción, entrando justo cuando más la necesitábamos. Nos montamos al vuelo, el rugido musical de los propulsores subiendo de tono mientras acelerábamos hacia la salida destrozada.
Para cuando se dieron cuenta, ya estábamos demasiado lejos.
A mitad de camino hacia nuestra ubicación segura, recibimos un mensaje. La resistencia. Lo habían logrado. Tenían el control. Querían hacer una proclama pública, querían que apareciéramos como los héroes que habíamos ayudado.
Las caras de preocupación fueron unánimes cuando les mostramos el mensaje al grupo.
—Volvamos —dije finalmente—. Pero solo para llevarlos. No salimos en cámara.
Cuando aterrizamos de nuevo, intentaron arrastrarnos frente a las grabadoras. Declinamos educadamente pero con firmeza. Mientras comenzaban a grabar su victoria, nosotros nos escabullimos hacia el Teseo.
El viaje de vuelta a la mansión de Totovía debería haber sido un momento de celebración. Lo habíamos logrado. Contra todo pronóstico, habíamos rescatado a los prisioneros y la resistencia había ganado.
Pero mientras nos acercábamos, algo en mi estómago se retorció.
Las luces. Demasiadas luces en el claro donde debería haber oscuridad.
—Papá... —la voz de Isthar sonó tensa a través del comunicador—. Hay naves.
El Teseo descendió lentamente. Y allí estaban.
Una nave federal en el centro del claro, su rampa descendida, luces de posición creando un perímetro perfecto. Pero no era solo una. Podía ver las siluetas de otras naves en el perímetro, sus formas amenazantes recortadas contra el cielo nocturno.
No había posibilidad de huir. No había posibilidad de luchar.
Mi mundo se derrumbó.
Aterrizamos. La rampa del Teseo descendió con un siseo que sonó demasiado fuerte en el silencio tenso. Cuando salimos, nos esperaban dos docenas de guardias federales, sus armas no apuntando pero claramente listas.
Un oficial se adelantó. Su uniforme era impecable, las insignias brillando bajo las luces.
—Armas en el suelo. Ahora.
No había alternativa. Nadine soltó las pequeñas armas que llevaba ocultas. Isthar, con lágrimas en los ojos, entregó su rifle láser. Luis levantó sus manos, mostrando las garras abiertas en un gesto de rendición —no podía quitárselas, eran parte de él, pero el mensaje era claro.
Yo dejé caer mi mochila con el equipo. Pero mi bastón —ese bastón de madera con grabados que parecían simplemente decorativos— permaneció en mi mano. Nadie le prestó atención. Era solo un bastón. Un apoyo para caminar.
La runa de ilusión funcionaba perfectamente.
Entonces se acercaron a Miguel.
—Miguel Caballero Espinosa, queda bajo custodia federal por deserción y violación del código militar.
Las esposas se cerraron alrededor de sus muñecas con un clic metálico que resonó como un disparo. Vi su cara —resignación, miedo, pero también una extraña calma.
—Isthar Caballero Espinosa, bajo custodia por asociación con elementos insurgentes y posesión de tecnología militar restringida.
—¡No! —intenté intervenir, pero una mano firme en mi hombro me detuvo.
Las esposas se cerraron también alrededor de las muñecas de mi hija. Sus ojos encontraron los míos, aterrados.
—Yo también voy —dije, mi voz sonando más firme de lo que me sentía—. Si se los llevan, yo voy con ellos.
El oficial me miró durante un largo momento, evaluándome. Finalmente asintió.
—Está bien. Súbanse todos.
La rampa de la nave federal parecía tragárselos mientras Miguel e Isthar eran conducidos hacia arriba, sus pasos resonando contra el metal. Los seguí, mi bastón golpeando suavemente contra el suelo con cada paso —solo un viejo apoyándose para caminar. Cada paso sintiéndose como caminar hacia el cadalso.
Y allí, dentro de la nave, sentado con ese uniforme de Comandante que ahora parecía una traición, estaba Totovía.
Le lancé una mirada. Fría. Dura. Cargada con toda la rabia y el miedo que sentía.
Él sostuvo mi mirada pero no dijo nada.
La rampa comenzó a cerrarse detrás de nosotros. El siseo neumático sonó como una sentencia.
No sabía qué vendría después. No sabía si veríamos la luz del día otra vez.
Pero al menos tenía un as bajo la manga. Mi bastón descansaba contra mi pierna, inocente, ignorado.
La vibro-espada esperaba. Oculta. Lista.
Solo sabía que todo por lo que habíamos luchado, todo lo que habíamos logrado, podría terminar aquí.
En esta nave. Con estas esposas. Con este silencio.
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