El Asedio - Parte I
El olor a pólvora y metal caliente ya había comenzado a filtrarse en la torre cuando reuní a todos. Mi corazón latía con fuerza, el sabor metálico del miedo mezclándose con la adrenalina en mi boca. Treinta y dos soldados de élite abajo. Nosotros cinco arriba. Las probabilidades no estaban a nuestro favor.
—Escuchad —dije, mi voz más firme de lo que me sentía, el eco rebotando en las paredes metálicas de la torre—. Cada uno tiene su zona asignada. Ya lo hemos ensayado.
El silencio que siguió fue roto solo por el rugido distante de los motores corporativos y el tintineo nervioso del equipo siendo verificado. Miguel asintió, el clic de su arma al cargarla resonando en el espacio. Isthar respiraba controladamente, el suave zumbido de sus implantes de coordinación activándose. Nadine se estiró con ese movimiento felino que siempre precedía a la acción, sus garras extrayéndose con un susurro apenas audible. Luis estaba inmóvil, pero sus sensores emitían un pitido constante mientras escaneaba las posiciones enemigas.
—Tenemos rutas de escape preparadas —continué, el olor a mi propio sudor nervioso mezclándose con el aroma a aceite lubricante de las armas—. Algunas que ellos esperan. Otras que no.
Entre el maraña de cables que llegaban a la torre —ese zumbido constante de electricidad que había sido la banda sonora de nuestros últimos meses— habíamos disimulado algo. No eran puertas de acero. Eran cuerdas, cables de acero reforzado, ocultos entre el cableado eléctrico. Los habíamos preparado para funcionar como tirolinas improvisadas, rutas de escape que nos permitirían desplegarnos en los edificios circundantes.
—Cuando dé la señal —mi mano se cerró sobre la granada de fósforo blanco que había estado guardando para este momento, el peso frío y tranquilizador en mi palma—, nos movemos. Rápido. Como lo entrenamos.
El estruendo de botas en las escaleras exteriores se hacía cada vez más fuerte, un ritmo amenazante que hacía vibrar la estructura metálica. El olor a plástico quemado de equipamiento sobrecalentado y lubricante de botas militares subía con ellos, mezclado con el aire ionizado de sus sistemas electrónicos.
—¿La nave? —preguntó Miguel, su voz tensa pero controlada.
—Casi lista —mentí, o casi mentí. Necesitaba más tiempo. Mucho más tiempo—. Pero necesito que me cubráis. Quince minutos. Dame quince minutos.
Nadine ronroneó, un sonido bajo y peligroso que en ella siempre significaba preparación para la caza.
—Te daremos veinte —dijo, sus ojos brillando con esa luz felina que había aprendido a asociar con su lado más salvaje.
Activé la granada de fósforo blanco y la arrojé por la ventana principal.
El mundo se volvió blanco.
No fue solo luz. Fue como si el sol hubiera decidido nacer justo frente a nosotros. El estallido fue ensordecedor, un trueno que hizo temblar los cristales y envió vibraciones a través de toda la estructura metálica. El olor químico del fósforo ardiendo llenó el aire, acre y penetrante, haciéndome lagrimear incluso a través del visor del casco.
Abajo, los gritos de confusión fueron inmediatos. Los sistemas de visión nocturna de los soldados corporativos —diseñados para amplificar la luz— se saturaron instantáneamente. El pitido agudo de equipamiento sobrecargado se mezcló con maldiciones y órdenes confusas.
Pero nosotros habíamos entrenado para esto.
—¡Ahora! —grité, aunque apenas podía oírme sobre el rugido del fósforo ardiendo.
Nos movimos como una unidad. Miguel fue el primero, lanzándose hacia el cable que llevaba al edificio este, el silbido del viento mientras se deslizaba mezclándose con el caos de abajo. Isthar le siguió, sus movimientos precisos y calculados, el roce de su arnés contra el cable produciendo un zumbido agudo. Nadine simplemente saltó, agarrándose al cable con las cuatro patas y deslizándose con esa gracia imposible que desafiaba la física.
Luis fue el último en irse, sus sistemas emitiendo una serie de pitidos de confirmación antes de lanzarse. Su peso mecánico hizo cantar el cable con una nota grave y constante.
Yo me quedé atrás. Alguien tenía que terminar la nave.
El Teseo estaba casi listo. Casi. El olor a combustible fresco y lubricante sintético llenaba el hangar improvisado que habíamos construido en la parte superior de la torre. Era vectorial —había logrado integrar los sistemas de propulsión de forma que pudiera moverse en cualquier dirección, no solo hacia adelante. Parte de uno de los contenedores de los búnkeres antiguos formaba ahora su casco, integrado en la estructura con soldaduras que aún olían a metal fundido.
Mis manos volaban sobre los controles, el clic-clic-clic de los interruptores siendo activados, el zumbido ascendente de los sistemas cobrando vida. Sabía que cuando despegáramos, la estructura de la torre probablemente se derrumbaría. Habíamos quitado demasiado material de soporte para construir la nave. Pero nos permitiría escapar a todos juntos.
Si vivíamos lo suficiente para usarla.
El primer disparo impactó cerca de la ventana, el estallido de cristal y el olor a ozono del láser llenando el aire. Comencé a sudar, mis dedos temblando ligeramente mientras conectaba el último sistema de navegación.
A través de las ventanas rotas, podía ver la batalla desarrollándose.
Miguel había tomado posición en un edificio a cien metros, su silueta visible contra las luces de neón de Oasis. Levantó su pistola, el suave zumbido del sistema de puntería activándose audible incluso a esta distancia. Apuntó. Disparó.
Y entonces algo salió mal.
La pistola chisporrotéo, un crepitar eléctrico seguido de un fogonazo. Miguel gritó —pude oírlo incluso sobre el ruido del combate— y el arma cayó de sus manos, rebotando en la cornisa con un tintineo metálico. Humo salía de sus guantes, el olor acre a plástico fundido llegando incluso hasta mi posición.
—¡Miguel! —grité en el comunicador, pero no hubo respuesta. Solo estático.
Isthar estaba en el edificio opuesto, y lo que vi me dejó sin aliento.
No apuntaba. Disparaba desde la cadera, su rifle láser produciendo ese siseo característico con cada descarga, el olor a aire ionizado flotando en corrientes visibles. Pero cada disparo daba en el blanco. Brazos. Piernas. Armas que explotaban en chispas. Cascos que se agrietaban pero no mataban.
Estaba conectada con su visor. Podía verlo ahora —el suave brillo azul en su casco, el sistema de alarma inteligente que distinguía amigos de enemigos. Y había algo más. Cuando un soldado corporativo se movía detrás de uno de nuestros cables de escape, ella dejaba de disparar. Solo por un segundo. El tiempo exacto para que el cable pasara por su línea de fuego. Luego continuaba.
Era el arma inteligente combinada con su entrenamiento. Y era aterradoramente hermoso de ver.
—Papá, ten cuidado —su voz llegó por el comunicador, entrecortada pero clara, con ese tono de preocupación que me hacía sentir como si no estuviera realmente peleando por su vida.
Nadine era otra historia.
No había necesitado ninguna tecnología especial. Corría sobre los cables como si fueran autopistas personales, a cuatro patas, su cuerpo bajo y aerodinámico. El silbido del viento contra su pelaje era audible en los momentos de silencio entre disparos. Saltaba sobre los soldados que intentaban subir, el crujido de huesos y armadura cuando impactaba era visceral.
Era menos cuidadosa que Isthar. Vi caer soldados, sus gritos cortándose abruptamente. Le disparaban —ráfagas de láser dejando líneas brillantes en el aire nocturno, el olor a ozono intensificándose con cada descarga— pero ella esquivaba con movimientos que parecían anticipar los disparos. Un salto aquí, un giro allá, el susurro de su cuerpo cortando el aire.
Pero algo la golpeó. Un proyectil sólido, no láser. El impacto resonó con un ruido sordo y la vi tambalearse, el olor a sangre mezclándose súbitamente con el de pólvora.
—Nadine... —susurré, pero ella ya estaba moviéndose de nuevo, cojeando pero viva, su ronroneo convertido en un gruñido grave y amenazante.
Volví mi atención a la nave. Los dedos me dolían de la tensión mientras ajustaba el último sistema. Casi. Casi estaba lista.
Fue entonces cuando vi a Miguel hacer algo estúpido.
Sacó una granada, el metal brillando bajo las luces de neón. La iba a lanzar hacia un grupo de soldados que se reagrupaban. Buena idea. Excepto que en el momento en que su brazo se movió hacia atrás, algo —un disparo de suerte, un fragmento de metralla— impactó su mano.
El sonido fue un clic metálico seguido de un rebote. La granada golpeó un cable detrás de él, rebotó, y cayó a sus pies.
El tiempo pareció detenerse. Pude ver su expresión incluso a través del visor del casco. Terror puro.
Y entonces se lanzó.
No hacia la granada. Hacia el vacío.
Su cuerpo cortó el aire con un silbido, brazos y piernas extendidos buscando algo, cualquier cosa. Los cables que había usado para descender se tensaron cuando los agarró, el gemido metálico de acero forzado mezclándose con el rugido de la explosión detrás de él.
La granada explotó en el edificio, mandando cascada de cristal y metal hacia abajo, el olor a explosivo llenando el aire. Pero Miguel estaba cayendo, los cables ralentizando su descenso pero no deteniéndolo. El silbido del aire se hizo más grave, más amenazante.
Golpeó el suelo con un crujido audible incluso desde mi altura. Vi su cuerpo rodar, escuché su gemido a través del comunicador antes de que se cortara.
—¡Miguel! —grité, mi voz quebrándose.
No se movía.
—Beky —ordené, mi voz temblorosa—. Ve por él. ¡Ahora!
La respuesta de Beky fue un pitido agudo de confirmación, seguido por el susurro melodioso de su motor cobrando vida. La moto —si aún podía llamarse así— salió disparada por el ventanal que daba al este, el estallido de cristal y el silbido del viento creando una sinfonía de destrucción.
Beky no era una moto convencional ya. La habíamos reconstruido como un triciclo, pero propulsado por sistemas vectoriales. Donde normalmente habría ruedas —una delantera y dos traseras— ahora había propulsores, pequeños motores que expulsaban llamas de energía azul cristalina. El sistema le permitía moverse en cualquier dirección, no solo hacia adelante. Tenía una plaza en la parte delantera para el piloto, y dos plazas en la parte trasera, con un espacio especialmente diseñado donde Luis podía integrarse directamente con los sistemas de la moto.
Su aspecto era... peculiar. Diferentes metales y piezas de distintas procedencias le daban un aire de chatarra que volaba. Pero era hermoso a su manera. El susurro musical de sus propulsores —una nota que cambiaba de tono según la dirección y velocidad— era casi hipnótico, mezclándose con el olor a energía limpia.
Y volaba como un sueño.
La vi descender, esquivando disparos con movimientos que parecían más arte que pilotaje. La IA de Beky —la primera creación de Luis— había aprendido bien. Se deslizaba entre los cables como una bailarina, el susurro musical de sus propulsores creando melodías que cambiaban con cada maniobra. Cuando los soldados le disparaban, simplemente se detenía en seco, el giro de noventa grados tan rápido que dejaba estelas visuales, y luego se elevaba, la nota musical de sus motores subiendo de tono.
Llegó hasta Miguel en segundos que parecieron horas. La compuerta del pasajero se abrió con un siseo neumático. Vi a Miguel, consciente pero dolorido, arrastrarse hacia el interior con movimientos torpes, el roce de armadura contra metal mezclándose con sus gemidos de esfuerzo.
—Lo tengo —la voz sintetizada de Beky sonó en mi comunicador—. Está vivo. Herido, pero vivo.
Respiré. No me había dado cuenta de que había estado conteniendo el aliento. El olor a mi propio sudor frío era abrumador.
Pero no tenía tiempo para alivio. Los soldados habían encontrado las escaleras internas. Podía oírlos —el golpeteo metálico de botas corriendo, el tintineo de equipo, el olor a lubricante de armas y determinación subiendo hacia mí.
Necesitaba más tiempo. Solo un poco más.
El primer soldado apareció en la escalera, su silueta recortada contra las luces de emergencia. Levantó su rifle, el láser de puntería creando un punto rojo en mi pecho.
Y entonces comenzó a llover.
No fue un aguacero. Fue una lluvia fina, casi una neblina, que comenzó a caer como si el cielo mismo hubiera decidido llorar por lo que estaba pasando. El olor cambió inmediatamente —electricidad húmeda, metal mojado, ese aroma indefinible de ciudad bajo la lluvia. Las gotas golpeaban las superficies metálicas con un repiqueteo suave pero constante, añadiendo una nueva capa de sonido al caos.
Y entonces sentí el impacto.
No fue como esperaba. Fue como si alguien me hubiera golpeado el hombro con un martillo gigante. El olor a plástico fundido —mi chaleco blindado absorbiendo el disparo— llenó mis fosas nasales. El dolor vino después, una llamarada que recorrió mi brazo izquierdo.
Pero estaba vivo. Las hombreras del chaleco blindado me habían salvado. El casco había protegido mi cabeza del fragmento de metal que rebotó. La lluvia comenzaba a empapar todo, el olor a cuero mojado de mi equipo mezclándose con el de batalla.
Y entonces algo en mí cambió.
Tal vez fue la adrenalina. Tal vez fue el miedo convirtiéndose en rabia. Tal vez fue simplemente que no tenía más opciones.
Me lancé hacia adelante.
El mundo se ralentizó. Los implantes en mis brazos zumbaron, un pitido ascendente mientras el sistema de aceleración nerviosa se activaba. Podía sentir cada músculo, cada tendón. El aire parecía más denso, más rico. Los sonidos se volvieron más nítidos —la respiración del soldado, el clic de su arma recargando, el crujido del metal bajo mis pies, el repiqueteo de la lluvia contra todas las superficies.
Mi plan era simple, brutal: golpearlo con todo mi peso, lanzarlo hacia atrás para derribar al que venía detrás. Probablemente me vería ridículo —un hombre de mediana edad con un bastón atacando a soldados de élite.
Pero no les iba a dar tiempo para reírse.
Levanté mi bastón, el familiar peso reconfortante en mi mano. La runa de ilusión que mantenía su apariencia de simple madera grabada brilló brevemente, y luego se apagó con un suspiro casi audible.
La vibro-espada se reveló en toda su gloria.
No era como las espadas tradicionales. Era más como una katana, pero recta. El material era una mezcla de cerámica y fibras de metal —algo parecido a la fibra de carbono que le daba estructura y al mismo tiempo una elasticidad imposible. Y en la base, un sistema que vibraba, creando un movimiento microscópico hacia adelante y hacia atrás miles de veces por segundo. El zumbido era grave, casi subsónico, haciéndome vibrar los huesos.
El aire ionizado alrededor de la espada activándose se mezcló con el olor a lluvia y mi propio miedo controlado.
El primer golpe seccionó su rifle como si fuera mantequilla caliente.
El sonido fue hermoso y terrible —un siseo cortante seguido por el tintineo de las dos mitades del arma cayendo al suelo. El soldado tuvo tiempo de mirar su rifle destruido, sus ojos visibles a través del visor transparente de su casco.
Sorpresa. Terror. Incredulidad.
No le di tiempo para procesar.
Me lancé contra él, hombro primero. El impacto resonó a través de mi cuerpo —dolor en mi hombro herido, pero también satisfacción en escuchar su gruñido de dolor. Cayó hacia atrás, su armadura golpeando contra el soldado detrás con un crujido metálico.
A través del cristal de su casco, vi su cara. Joven. Demasiado joven. Y en sus ojos había algo que no había esperado ver: miedo.
No miedo de mí como persona. Miedo de mi velocidad. De mis reflejos. De cómo me movía, imposiblemente rápido, imposiblemente fluido. Los implantes hacían su trabajo, pero incluso yo estaba sorprendido de lo que mi cuerpo podía hacer.
No me detuve. Giré, la espada cortando el aire con un silbido, y golpeé la escalera.
La habíamos preparado. Un punto débil, soldaduras que parecían sólidas pero que estaban diseñadas para fallar con el impacto correcto. La vibro-espada encontró ese punto como si fuera magnética.
El sonido fue como un trueno. Metal desgarrándose, tornillos saltando como proyectiles, el gemido de acero retorciéndose. La escalera se separó del edificio, creando un hueco de más de cuatro metros.
Los soldados del otro lado me miraron a través del vacío. Yo les devolví la mirada, mi respiración agitada pero controlada, el olor a sudor y adrenalina abrumador.
Tenían armas. Podían dispararme. Probablemente lo harían.
Pero necesitarían tiempo para organizarse, para traer equipo de escalada, para cruzar ese vacío.
Tiempo que yo necesitaba desesperadamente.
Me giré hacia la nave, mis piernas temblando ahora que la adrenalina comenzaba a desvanecerse, el olor a mi propio nerviosismo mezclándose con el de la batalla y la lluvia. Sin Luis aquí para ayudarme con la programación, todo estaba tomando mucho más tiempo. Mis dedos volaron sobre los controles, el sudor mezclándose con la lluvia que entraba por las ventanas rotas, el sabor salado en mi lengua.
Casi. Casi estaba lista.
El zumbido de los sistemas de la nave subió de tono, un pitido ascendente que prometía vida. El olor a energía eléctrica llenó el aire, haciendo erizar los pelos de mi nuca.
Treinta segundos más. Solo treinta segundos.
Los soldados estaban trayendo equipo. Podía oírlos, el tintineo metálico de cuerdas y ganchos. Olía a determinación y lubricante de armas.
Veinte segundos.
Mi corazón latía tan fuerte que podía sentirlo en mis oídos, un tambor constante que ahogaba casi todos los demás sonidos.
Diez segundos.
La nave emitió un pitido final. Sistemas online. Propulsión lista. Navegación calibrada.
Activé el comunicador, el clic del botón resonando en el silencio súbito de mi concentración.
Era hora de terminar esto.
Y entonces, en medio del caos y el olor a pólvora, hice algo que probablemente era estúpido, definitivamente era teatral, pero que sentía absolutamente necesario.
Activé el sistema de sonido que Luis y yo habíamos estado desarrollando en secreto.
← Cap. 10: Raíces en Oasis II | Índice | ← Cap. 11: El asedio, parte II
Comentarios
Publicar un comentario