El Asedio - Parte II
Luis y yo habíamos estado trabajando en algo durante meses. Él tenía problemas para ubicarse espacialmente a veces —su visión óptica era excelente pero carecía de profundidad real. Así que desarrollamos un sistema de mapeo que utilizaba el sonido, como los murciélagos. Ondas sónicas rebotando en superficies, creando un mapa tridimensional del entorno.
Pero Luis había ido más allá. Había creado un programa que podía usar los altavoces —normalmente los de los trajes de nuestros aliados, pero ahora los de la nave— para emitir música. Música específica. Música con una frecuencia y volumen que, francamente, era insoportable.
A menos que tuvieras el sistema de cancelación de ruido que habíamos instalado en nuestros cascos.
El primer acorde de "Smoke on the Water" de Deep Purple estalló en la noche.
No fue solo fuerte. Fue un asalto sónico. Los altavoces de la nave, diseñados para comunicaciones en ambientes ruidosos, ahora bombeaban ciento cincuenta decibelios de rock clásico puro. El sonido hacía vibrar el metal, hacía temblar el cristal, hacía que el aire mismo pareciera solidificarse con cada nota.
Para los soldados corporativos fue como ser golpeados por un martillo invisible. Los vi tambalearse, llevarse las manos a los cascos. Algunos cayeron de rodillas, el tintineo de su armadura casi inaudible bajo el rugido de la música.
Para nosotros, con nuestros sistemas de cancelación, era perfecto silencio. Bueno, no silencio exactamente. Podíamos oír la música, pero como un susurro distante, el volumen reducido a algo manejable. Y servía como señal.
Era hora de volver a casa.
Vi a Isthar moverse primero. Dejó su posición de disparo, el siseo final de su rifle cortándose abruptamente, y corrió hacia el cable más cercano. Se lanzó sin vacilar, su cuerpo cortando el aire con gracia, el silbido del viento mezclándose con los acordes distorsionados de guitarra. Aterrizó en la nave con un golpe metálico, rodando para absorber el impacto, el olor a sudor y cordita viniendo con ella.
Miguel —bueno, Beky traía a Miguel. La moto subió con esa elegancia imposible, esquivando los disparos desesperados de los soldados que aún podían apuntar. El rugido de su motor era un contrapunto perfecto a Deep Purple, creando una sinfonía de caos y belleza.
La compuerta trasera de la nave estaba abierta. Beky no redujo velocidad. Simplemente se lanzó hacia adelante, el aire silbando alrededor de su chasis, y entró en la nave con centímetros de sobra a cada lado, el olor a combustible quemado y adrenalina llenando el espacio.
Miguel estaba consciente, apenas. A través del comunicador podía oír su respiración irregular, el susurro de dolor que intentaba controlar. El olor a sangre era evidente incluso a través de los sistemas de filtración.
Nadine llegó como una sombra con garras. Saltó desde un edificio cercano, su cuerpo una silueta contra las luces de neón, y aterrizó en el ala de la nave con un impacto que hizo gemir el metal. Cojeaba, el olor a sangre más fuerte con ella, pero sus ojos brillaban con esa determinación felina que significaba que estaba lejos de estar acabada.
—Todos dentro —gruñó, su voz ronca por el esfuerzo y el dolor.
Y entonces vi la llegada de Luis.
Apareció desde arriba, su cuerpo metálico brillando bajo las luces, y se lanzó hacia Beky. El salto fue perfecto, calculado al milímetro. Impactó sobre la moto con un clic metálico satisfactorio, y entonces pasó algo hermoso.
Se integró.
Sus extremidades se plegaron, su cuerpo se reconfiguró, y de repente ya no era un robot separado. Era parte de Beky, sus sistemas fundiéndose con los de la moto en una sinfonía de pitidos y zumbidos. El olor a ozono de conexiones eléctricas llenó el aire.
—Sistemas integrados —la voz de Luis-Beky era ahora una mezcla de ambos, una armonía extraña pero perfecta—. Listos para el despegue.
No esperé confirmación. Mi mano golpeó el control de propulsión.
El Teseo rugió.
No fue un sonido. Fue una fuerza de la naturaleza. Los motores vectoriales cobraron vida con un crescendo que ahogó incluso a Deep Purple, el olor a combustible quemándose mezclándose con ozono y adrenalina. La estructura de la torre comenzó a gemir, el metal protestando mientras perdía el soporte que habíamos quitado para construir la nave.
—¡Agarraos! —grité, aunque probablemente nadie podía oírme.
Despegamos.
La torre se derrumbó detrás de nosotros. Pude oírlo incluso sobre el rugido de los motores —el gemido prolongado de metal retorciéndose, el estruendo de estructura colapsando, el tintineó de miles de piezas cayendo. Habíamos llamado a ese lugar hogar durante meses. Y ahora era solo polvo y memoria, el olor a destrucción persiguiéndonos mientras subíamos.
Los soldados disparaban. Láser y proyectiles creaban una red de muerte a nuestro alrededor, el siseo y los estallidos creando una sinfonía de caos. Pero el Teseo se movía como yo lo había diseñado —vectorialmente. No volábamos en línea recta. Nos deslizábamos lateralmente, subíamos en espiral, bajábamos súbitamente para esquivar una ráfaga.
Y yo ni siquiera estaba pilotando.
Miguel lo estaba haciendo.
A través del espejo retrovisor —uno de los pocos lujos que había incluido— podía verlo. Estaba pálido, sudando, el olor a dolor evidente incluso a través de su casco. Pero sus manos estaban firmes en los controles de respaldo que había instalado específicamente para emergencias.
Era un piloto. Un piloto de verdad.
Esquivaba disparos que yo ni siquiera veía venir. Cuando una torreta automática bloqueaba nuestra ruta, simplemente giraba noventa grados y aceleraba hacia arriba, el cambio de dirección tan rápido que mi estómago se quedó atrás. El rugido del motor cambiaba de tono con cada maniobra, grave cuando acelerábamos hacia adelante, agudo cuando virábamos.
Isthar estaba a su lado, consciente pero mareada. Podía oírla respirando con dificultad a través del comunicador, el olor a su propia adrenalina agotándose. Pero sus ojos estaban en Miguel, observando cada movimiento con una mezcla de asombro y algo más. Reconocimiento, quizás. O memoria de algo que su mente consciente había olvidado pero su subconsciente recordaba.
—Hermano... —susurró, su voz apenas audible sobre el ruido—. Eres... eres bueno en esto.
Miguel no respondió. No podía. Toda su concentración estaba en los controles, en el panel de navegación, en mantenernos vivos. El sudor goteaba por su rostro, el olor salado mezclándose con el de sangre y miedo.
Una torreta nos bloqueó. El láser cortó el aire a centímetros de nuestra ala, el olor a metal fundido y aire ionizado llenando la cabina. Miguel maldijo —una palabra que no repetiré— y tiró del control hacia abajo.
Caímos.
No fue un descenso controlado. Fue una caída libre, el estómago subiéndose a la garganta, el olor a miedo súbito de todos llenando el espacio cerrado. Las alarmas gritaban, pitidos agudos advirtiendo de pérdida de altitud.
Y entonces, a apenas cincuenta metros del suelo, Miguel nos niveló.
El impacto de la gravedad volviendo a golpearnos fue físico. Me hundí en mi asiento, el aire escapando de mis pulmones, el sabor a bilis subiendo por mi garganta. Pero estábamos vivos. Estábamos volando. Y habíamos esquivado la torreta.
—Joder... —susurró Nadine, su voz temblorosa por primera vez desde que la conocía—. Joder, Miguel.
Subimos. Más y más alto. El aire comenzó a enrarecerse, el rugido del motor cambiando de tono, volviéndose más agudo. La atmósfera perdía densidad, y con ella, el oxígeno.
—Sellad cascos —ordené, mi propia voz sonando extraña en mis oídos mientras el sistema de mi casco se activaba, el siseo de aire presurizado llenando mi mundo—. Vamos a subir todo lo que podamos.
Los corporativos tenían naves, pero ninguna que pudiera seguirnos aquí arriba. O eso esperaba. El olor a miedo en la cabina era palpable, mezclándose con sudor y sangre.
Pero algo estaba mal.
Isthar comenzó a respirar con dificultad. Podía oírla a través del comunicador, un jadeo irregular, pánico comenzando a filtrarse en su voz.
—No... no puedo... —sus palabras se cortaban, el sonido de su respiración haciéndose más desesperada.
—¡Isthar! —grité.
La nave no era estanca. No completamente. La había construido para vuelo atmosférico, no para esto. El aire se estaba escapando a través de cien pequeñas grietas, el silbido apenas audible pero mortal.
Nadine colapsó primero. Su ronroneo se convirtió en un gemido, y luego en silencio. El olor a su miedo se desvaneció con su consciencia.
Yo era el siguiente. El mundo comenzó a girar, los bordes de mi visión oscureciéndose. El olor a mi propio pánico era lo último que podía procesar. Mis manos perdieron fuerza en los controles, el tintineo de equipo cayendo al suelo resonando como si viniera de muy lejos.
—Papá... —la voz de Isthar, débil, asustada—. Papá, no puedo...
Y entonces el mundo se volvió negro, el último sonido siendo el rugido distante de los motores y el latido cada vez más lento de mi corazón.
Desperté con el olor a tierra húmeda y vegetación.
No fue un despertar gradual. Fue súbito, violento, mi cuerpo aspirando aire como si hubiera estado ahogándome. Y supongo que lo había estado. El sabor a sangre en mi boca, probablemente de haberme mordido la lengua. El dolor de cabeza era insoportable, un martilleo constante que hacía que cada sonido fuera agonía.
Pero estaba vivo.
Abrí los ojos lentamente. Luz filtrada a través de hojas. El sonido de pájaros cantando, incongruentemente pacífico después del infierno que habíamos vivido. El olor a musgo y tierra, a vida, reemplazando el de pólvora y miedo.
Estábamos en el bosque. Cerca de la mansión de Totovía. El Teseo estaba medio oculto bajo ramas y hojas, camuflado con una eficiencia que solo podía haber venido de manos expertas.
—Despertaste —la voz de Miguel, débil pero aliviada.
Me giré. Dolió. Todo dolió. Pero lo hice. Miguel estaba sentado contra un árbol, vendajes improvisados cubriendo la mayor parte de su torso. El olor a antiséptico barato mezclado con sangre seca. Pero estaba sonriendo, ese tipo de sonrisa que viene después de haber sobrevivido lo imposible.
—¿Cuánto tiempo? —mi voz sonaba como papel de lija.
—Diez minutos inconsciente —respondió—. Quince minutos para llegar aquí. Has estado fuera media hora en total.
—¿Los demás?
—Vivos —Isthar apareció en mi campo de visión, moviéndose lentamente. Todavía estaba pálida, el olor a náusea rodeándola—. Nadine está... bueno, está viva. Herida pero viva.
—¿Cómo llegamos...?
—Piloteé —Miguel se encogió de hombros, y luego hizo una mueca de dolor por el movimiento—. Cerré mi casco. Es un casco de piloto. Traje especial. Tiene sistema de soporte vital para vacío. Diseñado para esto.
Por supuesto que lo tenía. Porque mi hijo aparentemente había sido un piloto de combate en su vida anterior, esa vida que no recordaba pero que su cuerpo sí.
—El uniforme... —comencé.
—Federal —admitió, su voz bajando—. Isthar lo pintó. Camuflaje. Para que no pareciera militar. Dijo que era más mi estilo.
Miré a Isthar. Ella se sonrojó ligeramente, el olor a vergüenza mezclándose con el de alivio.
—Le quedaba bien —murmuró—. Pensé que... no sé. Algo diferente. Más... él.
Me reí. Dolió, pero me reí. El sonido era áspero, casi un ladrido, pero era risa. Estábamos vivos. Contra todo pronóstico, estábamos vivos.
—¿Y ahora qué? —preguntó Isthar, sentándose cerca. El olor a familia, a supervivencia compartida, era casi abrumador.
—Ahora —una voz familiar resonó entre los árboles— ahora intentamos arreglar el desastre que habéis creado.
Totovía emergió de la vegetación, moviéndose con esa gracia silenciosa que siempre me sorprendía en alguien de su edad. Pero había algo diferente en él hoy. Su ropa. No la túnica habitual. Era un uniforme. Militar. Impecablemente planchado, el olor a almidón y autoridad emanando de él.
Las insignias en sus hombros indicaban un rango que no reconocí pero que obviamente era alto.
—Totovía... —comencé.
—Comandante Totovía —me corrigió, pero su tono era amable—. Al menos, eso es lo que era. Hace mucho tiempo. Antes de retirarme a esta vida... tranquila.
—¿Vas a...?
—Voy a interceder por vosotros —dijo simplemente—. Tengo contactos. Favores que cobrar. Pero necesito que os quedéis escondidos. Aquí. En los búnkeres, en las ruinas. Donde sea que los corporativos no os encuentren.
—¿Por cuánto tiempo?
—El que sea necesario —suspiró, y por primera vez vi cansancio real en sus ojos—. Esto se ha salido de control. Las redadas, las detenciones. No es solo Oasis. Está pasando en todas partes. La resistencia está siendo aplastada.
El peso de sus palabras cayó sobre nosotros como una manta pesada. El olor a derrota amenazaba con abrumarnos.
—Pero —continuó, su voz endureciéndose—, vosotros sobrevivisteis. Eso significa algo. Y hay otros que también sobrevivieron. Si puedo detener esto, si puedo negociar algo, quizás podamos cambiar las cosas.
—¿Y si no puedes? —preguntó Miguel, su voz plana.
Totovía lo miró durante un largo momento. El canto de los pájaros llenaba el silencio, incongruente con la gravedad del momento.
—Entonces —dijo finalmente— tendremos que encontrar otra forma. Pero primero, dejadme intentar esto.
Dos horas después, una nave militar descendió en el claro cercano. No era amenazante, no había armas desplegadas. Pero el rugido de sus motores hacía temblar el suelo, el olor a combustible militar —más limpio, más caro que el que nosotros usábamos— llenando el aire.
Totovía se alisó el uniforme, el crujido de la tela almidonada audible en el silencio expectante.
—Quedaos escondidos —ordenó—. Pase lo que pase, quedaos escondidos hasta que yo regrese.
La rampa de la nave descendió con un siseo neumático. Y de ella emergieron dos figuras que reconocí inmediatamente.
Sara y Samuel.
Llevaban uniformes federales completos ahora, las insignias brillando bajo la luz filtrada del bosque. Pero había algo en sus rostros, en la forma en que se movían. No era hostilidad. Era... algo más. Preocupación, quizás.
Sara vio nuestro escondite —éramos obvios, realmente, a pesar de nuestros intentos de camuflaje— y sus ojos se encontraron con los míos. Hizo un gesto casi imperceptible. Un asentimiento. Confirmación de... ¿qué? ¿Que estaba de nuestro lado? ¿Que sabía lo que Totovía estaba intentando?
No lo sabía. Pero el olor de su preocupación era genuino.
Totovía subió a la nave sin mirar atrás. La rampa se cerró con un siseo final. Los motores aumentaron su rugido.
Y entonces se fueron, el ruido desvaneciéndose gradualmente hasta que solo quedó el sonido del bosque y nuestras propias respiraciones irregulares.
—¿Y ahora qué? —susurró Nadine, su voz ronca. La habían vendado, el olor a antiséptico y sangre todavía fuerte.
—Ahora —dije, tomando una decisión que sabía era peligrosa pero necesaria— nos escondemos. Usamos los búnkeres, las ruinas. Ocultamos el Teseo mejor de lo que está ahora.
—¿Y después?
—Después —Luis habló, su voz volviendo a ser solo suya ahora que se había separado de Beky—, esperamos. Y planificamos.
Los días siguientes fueron un ejercicio de paranoia y cautela. Nos movíamos solo de noche, el sonido de nuestros pasos amortiguados por musgo húmedo. Comíamos poco, dormíamos menos. El olor a tierra y miedo era nuestra constante compañía.
Kais llegó al tercer día, traída por uno de los contactos de Totovía. Estaba más despierta ahora, más presente. El sonido de su voz cuando me vio —"¡Papá!"— casi me hace llorar. El olor de su... ¿felicidad? ¿Los robots podían tener olor a emociones? Parecía que sí.
Y entonces, al quinto día, llegó el mensaje.
No vino de Totovía. Vino de los restos de la resistencia, una transmisión encriptada que Luis detectó en una de sus barreduras rutinarias. El pitido del comunicador cortando el silencio del bosque casi me da un ataque al corazón.
La voz era áspera, distorsionada por la encriptación. Pero el mensaje era claro.
Los corporativos habían ganado. Habían capturado o eliminado a la mayoría de la resistencia en Oasis. Crix estaba muerto. Yara estaba en custodia. Docenas más, muertos o desaparecidos.
Y para celebrarlo, iban a hacer una fiesta.
Una gran fiesta. En una nave orbital. Todos los altos mandos corporativos estarían allí, congratulándose por su victoria, brindando sobre las tumbas de aquellos que habían osado desafiarlos.
El olor de la rabia en nuestro grupo era casi tangible.
—No —dije inmediatamente—. No es venganza. No puede ser venganza.
—¿Entonces qué? —Miguel me miró, sus ojos duros—. ¿Los dejamos celebrar?
—No —repetí—. Pero no vamos por venganza. Vamos porque muchos de los detenidos estarán en esa nave. Antes de la fiesta, durante, quizás después. Es una oportunidad para liberarlos.
—¿Y acabar con los corporativos de paso? —añadió Nadine, sus garras extrayéndose con un susurro.
—Si es necesario —admití—. Pero la prioridad son nuestros amigos. Los que siguen vivos. Los que podemos salvar.
—¿Y cómo? —Isthar preguntó la pregunta obvia—. Es una nave orbital. Si despega...
—Entonces no puede despegar —Luis completó, sus procesadores zumbando mientras empezaba a calcular—. Tenemos que actuar antes de que levante vuelo.
El silencio que siguió fue pesado, roto solo por el canto distante de pájaros y el susurro del viento entre las hojas. El olor a determinación gradualmente reemplazaba al de miedo.
—Empezamos a reunir información —dije finalmente—. Contactos, planos, horarios. Todo lo que podamos conseguir.
—Movemos nuestras redes —añadió Nadine—. Las que quedan.
—Y preparamos el Teseo —Miguel se puso de pie con esfuerzo, el olor a dolor evidente pero ignorado—. Si vamos a hacer esto, lo hacemos bien.
Durante los siguientes días, fuimos fantasmas. Información llegaba en goteo: un contacto aquí, un rumor allá, datos robados de transmisiones corporativas. El pitido constante de mensajes encriptados se convirtió en nuestra nueva normalidad.
La fiesta sería en tres días. La nave ya estaba siendo preparada, el olor a combustible de cohetes y expectación corporativa flotando incluso hasta nuestro escondite cuando el viento soplaba desde Oasis.
No teníamos un plan completo. No teníamos suficiente información. No teníamos garantías de éxito.
Pero teníamos algo más importante.
Teníamos que hacerlo. No por venganza. Por supervivencia. Por futuro. Por todas esas personas que habían creído en algo mejor y que ahora estaban pagando el precio de esa creencia.
La noche antes de la operación, nos reunimos alrededor de un pequeño fuego, el crepitar de las llamas y el olor a humo de madera creando un momento casi pacífico.
—Podríamos morir —dijo Isthar simplemente, su voz suave pero firme.
—Podríamos —concordé.
—Pero no vamos a hacerlo —añadió Miguel, el sonido de su determinación más fuerte que su dolor.
—No vamos a hacerlo —repetimos todos, una letanía, un juramento, una promesa.
Y mientras las llamas bailaban y el olor a humo se mezclaba con el de determinación y miedo y esperanza, supe que mañana cambiaría todo.
De una forma u otra, esto terminaría.
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