Capítulo 18: Los bajos fondos
El segundo día en EP-9 fue más calmado. Al menos al principio.
Miguel se despertó temprano —o lo que pasaba por temprano en una estación espacial sin ciclo solar regular— con una idea fija en la cabeza.
—Voy a explorar los bajos fondos —anunció durante el desayuno.
Isthar, que todavía estaba procesando la vergüenza del día anterior, levantó la vista de su café sintético.
—¿Después de lo de ayer quieres meterte en la parte más peligrosa de la estación?
—Especialmente después de lo de ayer —respondió Miguel—. Arriba todos nos reconocen. Abajo... abajo la gente tiene sus propios problemas.
No podía discutir con esa lógica.
—Llevas a alguien contigo —dije—. Nada de ir solo.
—Llevaré a Luis. Su conexión con los sistemas puede ser útil.
Luis asintió desde su posición junto a los paneles de control, todavía recuperándose de su experiencia química del día anterior.
—Mis sistemas están al 87% de capacidad óptima. Suficiente para reconocimiento básico.
—Bien —acepté—. Pero comunicadores cada hora. Y si algo se siente mal, salís inmediatamente.
Miguel sonrió, ese tipo de sonrisa que siempre me hacía sospechar que tenía planes que no me estaba contando.
—Claro, papá. Nada de riesgos innecesarios.
Mentiroso.
Los bajos fondos de EP-9 eran exactamente lo que esperabas y nada como te lo imaginabas.
La transición era gradual. Los corredores elegantes de la zona alta daban paso a otros más funcionales en la zona media, y luego... había un cambio palpable. Las luces se volvían más tenues, más irregulares. El aire olía diferente —menos filtrado, más real. Olía a gente, a vida, a sudor, a comida callejera y a motores sobrecalentados.
Las estructuras aquí habían crecido de forma orgánica, sin un plan aparente. Pasarelas conectaban módulos que nunca habían sido diseñados para estar juntos. Cables colgaban de todas partes, algunos claramente oficiales, otros definitivamente no. El sonido era un mosaico constante —conversaciones en docenas de idiomas y dialectos, música que resonaba desde puertas entreabiertas, el zumbido profundo de maquinaria pesada.
—Esto es... —empezó Miguel.
—Vivo —completó Luis—. Es caótico pero funcional. Interesante.
—Es perfecto —dijo Miguel.
Caminaron más adentro, Miguel observando todo con avidez. Los puestos de comida improvisados, los pequeños talleres de reparación con herramientas oxidadas, las tiendas que vendían de todo, desde repuestos de nave hasta objetos de procedencia cuestionable. Y la gente. Tanta gente diferente.
Humanos, sí, pero también otros. Cibernéticamente modificados hasta casi no reconocer el rostro original. Especies que Miguel no reconocía. Y allí, en un callejón lateral, vio algo que lo hizo detenerse.
Un Nakel.
Los "hombres-rata" eran poco comunes fuera de ciertos sectores. Este era bajo, quizás metro y medio, con pelaje gris oscuro y ojos negros, brillantes e inteligentes. Llevaba ropa que había visto mejores días, pero estaba limpia. Y estaba... ejerciendo de vendedor desde una caja plegable.
Miguel se acercó.
—¿Qué vendes?
El Nakel lo miró, evaluándolo con esa mirada rápida que viene de años viviendo al margen.
—Información. Contactos. Acceso. ¿Qué necesitas?
—Estoy nuevo en los bajos fondos. Solo explorando.
—Ajá —el Nakel no sonó convencido—. Y traes un robot de combate reconfigurado contigo para "explorar". Claro.
Miguel sonrió.
—Está bien. Soy nuevo en EP-9. Quiero entender cómo funcionan las cosas aquí abajo. Especialmente... el comercio.
—¿Comercio legal o el otro?
—El que funciona.
El Nakel lo estudió un momento más, luego sonrió, mostrando dientes afilados y amarillentos.
—Me caes bien. Tienesa esa cara de "voy a meterme en problemas, pero con estilo". Me llamo Rustom.
—Miguel. Y este es Luis.
—Un placer —Luis hizo un pequeño gesto con la cabeza que podría haber sido una reverencia.
Rustom rio, un sonido chirriante pero genuino.
—Venid. Os enseñaré el verdadero EP-9.
Rustom era una revelación.
Conocía cada rincón, cada atajo, cada persona con cierto peso en los bajos fondos. Y mientras caminaban, explicaba con la soltura de un profesor en su elemento.
—Aquí abajo no hay corporaciones. Bueno, están, pero no mandan. Aquí la gente vive al margen. No contra el sistema, solo... fuera de él. ¿Entiendes?
—Creo que sí —respondió Miguel, absorbiendo cada palabra.
—El comercio funciona diferente aquí. No es todo créditos. Favores, intercambios, información. La moneda real es la confianza.
—¿Y cómo se gana confianza?
—No siendo un imbécil —Rustom se encogió de hombros—. Y cumpliendo tu palabra. Haz eso, y la gente trabajará contigo.
Miguel iba absorbiendo todo. Las rutas, los nombres, las dinámicas no escritas. Su mente, ágil y táctica, ya estaba trabajando, viendo oportunidades, conexiones, posibilidades donde otros solo verían caos.
—Vosotros tenéis nave, ¿verdad? —preguntó Rustom de forma casual, demasiado casual.
—Sí. El Teseo.
—¿Qué tipo de carga?
—Nada ahora mismo. ¿Por qué?
—Porque el transporte es oro aquí abajo. La gente necesita mover cosas. No preguntes qué, no lo sabrás. Pero mueves algo del punto A al punto B, te pagan bien. Muy bien.
Miguel asintió lentamente. Información útil. Muy útil.
Siguieron caminando, adentrándose más en la maraña de estructuras. Y entonces Miguel lo vio.
El puesto de comida era pequeño, apenas más grande que una caja de herramientas. Un tipo con un delantal grasiento trabajaba sobre una plancha caliente que chisporroteaba. Y en jaulas de alambre oxidado al lado...
Gatos.
No gatos normales. Estos tenían pelajes de colores imposibles. Uno era completamente azul, un azul eléctrico y profundo que parecía brillar con luz propia bajo las luces tenues. Otro era plateado, con lo que parecía una cinta roja atada alrededor del cuello —hasta que Miguel se dio cuenta de que no era una cinta, sino un patrón del pelaje, y de que la gata estaba claramente preñada, su vientre redondo y pesado.
—¿Qué...? —empezó Miguel.
—Gatos Shimmer —explicó Rustom con un tono neutro—. Modificados genéticamente. Se consideran un manjar en algunos sectores. Supuestamente saben bien. Yo nunca probé, pero cada uno con sus gustos.
Miguel miraba fijamente a los gatos. El azul lo miró de vuelta. Sus ojos eran de un amarillo intenso, y en ellos había una inteligencia que trascendía lo animal. Demasiado inteligente para estar en esa jaula.
—Los cocina aquí mismo —continuó Rustom, señalando con la cabeza al vendedor—. Los clientes eligen, él los prepara. Fresco.
Algo en el estómago de Miguel se retorció. No era un sentimental con los animales. Había visto —y hecho— cosas mucho peores en combate. Pero esto... esto era diferente. Era una crueldad fría, mercantil.
El gato azul maulló. No fue un maullido normal. Sonó casi como una palabra, un sonido lastimero y claro que atravesó el bullicio del mercado.
—¿Cuánto? —preguntó Miguel antes de que su razón pudiera detenerlo.
El vendedor levantó la vista, una ceja enarcada.
—¿Cuál? ¿El azul? Trescientos créditos. La preñada, quinientos. Vienen con garantía de sabor.
—No para comer —aclaró Miguel, y su propia voz le sonó extraña—. Para comprar. Vivos.
El vendedor parpadeó, desconcertado.
—¿Vivos? ¿Para qué? ¿Mascota?
—Sí. Mascota.
—Eso es... raro, amigo. —El hombre se encogió de hombros—. Pero tu dinero es tan bueno como cualquier otro. Novecientos por los dos.
Miguel ni siquiera intentó regatear. Sacó los créditos que había traído, casi todo lo que llevaba encima, y se los puso en la mano.
—Hecho.
Luis lo miraba con lo que, en un robot, podría considerarse perplejidad absoluta.
—Miguel, ¿qué vas a hacer con dos gatos modificados genéticamente?
—Salvarlos —respondió Miguel, con una simpleza que era toda una declaración—. No van a terminar en la plancha de nadie.
Rustom lo miraba con una expresión nueva. Respeto, quizás, mezclado con un deje de incredulidad.
—Definitivamente me caes bien.
Transportar dos gatos por los bajos fondos resultó ser... interesante.
El azul —Miguel lo llamó "Azul", porque la creatividad para los nombres nunca había sido su fuerte— estaba relativamente tranquilo. Se acurrucó en el hueco de su brazo, ronroneando suavemente, como si supiera que su suerte había cambiado.
La preñada — "Cinta", por razones obvias— era más inquieta. Se retorcía, maullaba con un tono de ansiedad, claramente incómoda con su pesada barriga.
—¿Seguís queriendo ver más? —preguntó Rustom.
—Absolutamente —respondió Miguel, ajustando su agarre para que Cinta estuviera más cómoda—. Solo... evitemos más puestos de comida con animales, si es posible.
Rustom rio con esa risa chirriante y los guió más profundo.
Le mostró los mercados ocultos, donde se vendían componentes de nave con números de serie limpiados y artefactos de dudosa legalidad. Los talleres clandestinos, donde mecánicos con más cicatrices que sonrisas podían modificar cualquier cosa por el precio correcto. Los bares de información, donde los rumores y los datos confidenciales fluían tan libremente como el alcohol barato.
Y en cada lugar, Rustom presentaba a Miguel. No como un turista curioso, no como un forastero verde. Sino como alguien que podría ser útil.
—Este es Miguel. Tiene nave. Podría mover cosas si el precio es correcto.
Las miradas que recibía eran evaluadoras, calculadoras, pero no abiertamente hostiles. En los bajos fondos, todos habían sido nuevos alguna vez. Lo que importaba era el potencial.
—¿Nave rápida? —preguntó un tipo con implantes en los ojos en uno de los bares, su voz un susurro metálico.
—Rápida y maniobrable —respondió Miguel con confianza—. Vectorial. Puede moverse en cualquier dirección.
—Interesante. Podría tener trabajo para ti. Más adelante.
—Yo tengo contactos en los niveles medios —dijo otro, una mujer con la piel tatuada con circuitos—. Si necesitas acceso a sistemas o permisos, puedo conseguirlos. Por un porcentaje, claro.
Miguel iba tomando nota mental de todo. Nombres, caras, ofertas, especialidades. Esto ya no era una simple exploración. Esto era el inicio de algo. De una red. De una oportunidad real de operar al margen de los federales y las corporaciones.
El problema empezó cuando se adentraron demasiado.
Había una zona que incluso Rustom evitaba normalmente. Sin comunicaciones, según explicó. Algo en el blindaje estructural y la interferencia de basura espacial bloqueaba todas las señales.
—Normalmente no vengo por aquí sin respaldo —dijo Rustom, su tono perdiendo un poco de su seguridad habitual—. Pero si queréis ver todo...
—Vamos —dijo Miguel, con esa determinación que a veces rayaba en la temeridad.
Luis activó una alerta silenciosa en su comunicador interno.
—Seawolf debería ser informado de que estamos entrando en una zona sin cobertura.
—Envíale un mensaje justo antes de que se pierda la señal —sugirió Miguel.
Lo hicieron. Y entonces cruzaron el umbral hacia el silencio.
La zona era más oscura, más deteriorada. Las estructuras aquí parecían a punto de colapsar, soldadas de cualquier manera para aguantar un día más. Y la gente... la gente tenía una mirada diferente. Más desesperada. Más hambrienta. Más peligrosa.
—No hagáis contacto visual —murmuró Rustom, su voz baja y tensa—. No os detengáis. Seguimos moviéndonos, con calma pero sin pausa.
Lo hicieron. Pero Miguel notó las miradas. Se posaban sobre ellos, especialmente en los gatos. Unos Shimmer vivos y en buen estado valían una buena suma. Y él los llevaba a la vista de todos.
—Deberíamos volver —dijo Luis, su procesador evaluando las probabilidades de amenaza.
—Estoy de acuerdo —añadió Rustom, sin disimular su nerviosismo.
Pero cuando intentaron retroceder, encontraron el camino bloqueado.
Tres tipos. Grandes, con la complexión de quienes sobreviven a base de fuerza bruta. Armados con barras de metal afiladas y cuchillos largos y sin brillo. No había armas de energía —demasiado caras y rastreables aquí—, pero en un espacio cerrado, sus herramientas eran igual de letales.
—Los gatos —dijo el de en medio, un hombre con una cicatriz que le cruzaba la cara de la sien a la barbilla—. Dánoslos. Ahora.
—No —respondió Miguel, su mano moviéndose hacia la pistola de energía que llevaba al cinturón.
—Miguel —susurró Luis, su voz un zumbido casi inaudible—, análisis táctico: son tres contra dos. Bueno, tres contra uno y medio. Rustom no parece un combatiente.
—¡Puedo pelear! —protestó Rustom, pero su voz temblaba, delatando su miedo.
El hombre de la cicatriz dio un paso adelante, la barra de metal balanceándose negligentemente en su mano.
—Los gatos. O te quitamos más que los gatos.
Miguel evaluó las opciones en una fracción de segundo. Podía pelear. Probablemente ganar, con la ayuda de Luis. Pero en una zona sin comunicaciones, sin posibilidad de refuerzos, con dos gatos vulnerables que proteger...
Y entonces Luis hizo algo inesperado.
Sus ópticas —normalmente de un suave tono ámbar— brillaron de repente con un rojo intenso y amenazador, una configuración que no era la suya. Y cuando habló, su voz salió modificada, más grave, metálica, impregnada de una autoridad robótica inquietante.
—Esta unidad está interconectada con el sistema de defensa automática del Sector 7-G. Cualquier acción hostil contra activos registrados resultará en una respuesta letal inmediata. Nivel de amenaza: máximo.
Era un farol, por supuesto. Luis no tenía conexión con ningún sistema de defensa en este agujero olvidado. Pero lo dijo con una convicción absoluta, y el zumbido de sus servos al tensarse sonaba demasiado real.
Los tres matones se miraron entre sí, la duda nublando su agresividad inicial.
—Es un farol —dijo uno, menos convencido de lo que pretendía.
—¿Deseas verificarlo? —Luis dio un paso adelante, el rojo de sus "ojos" iluminando la cicatriz del líder—. Los protocolos no permiten segundas advertencias.
Un momento de tensión cargado de silencio. Luego, el hombre de la cicatriz escupió al suelo sucio, despectivo pero vencido.
—No valen la pena. Largaos de aquí. Ya.
No necesitaron que se lo repitieran. Miguel, Luis y Rustom retrocedieron, luego se dieron la vuelta y salieron de la zona muerta lo más rápido que pudieron sin echar a correr, que habría sido una invitación a perseguirlos.
Cuando finalmente cruzaron de vuelta al área donde los comunicadores chirriaron con vida, el dispositivo de Miguel explotó con notificaciones y mensajes de voz de su padre.
—Mierda —murmuró Miguel, mirando la pantalla—. Papá va a matarme.
La llegada al Teseo fue, como anticipaba, tensa.
Yo estaba esperando en la rampa, brazos cruzados, con esa expresión que mis hijos habían aprendido a temer desde pequeños.
—Treinta minutos —dije, midiendo cada palabra, cuando Miguel apareció con Luis y un Nakel que no reconocía—. Treinta minutos sin señal. Sin una sola actualización. Pensé que...
—Lo siento, papá —lo interrumpió Miguel—. No calculamos bien el tiempo en la zona muerta.
—Exacto. No pensasteis.
Y entonces vi lo que Miguel llevaba cuidadosamente en brazos.
—¿Es eso... un gato azul?
—Es una larga historia.
—¿Y esa gata está preñada?
—También es parte de la historia larga.
Suspiré, sintiendo el inicio familiar de una migraña presionándome las sienes.
—Entrad. Todos. Y esta mejor que sea una buena historia.
En la cabina, mientras Azul se acurrucaba en el regazo de Miguel, confiado ya, y Cinta olfateaba cautelosamente los rincones, Miguel explicó. Todo. Los bajos fondos, Rustom, las reglas no escritas, las oportunidades de negocio. Y, por supuesto, los gatos.
—No podía dejarlos ahí —dijo, con una simpleza que lo decía todo—. No así. No para eso.
Miré a mi hijo. El piloto de combate curtido, el estratega frío, el superviviente. Y todavía, en algún rincón profundo, con suficiente corazón intacto para no poder ignorar el sufrimiento de dos criaturas, por modificadas que fueran.
—Está bien —dije finalmente, tras un silencio que se hizo largo—. Pero son tu responsabilidad. Tú los alimentas, tú los cuidas, tú limpias lo que ensucien. No son juguetes. Recuerda a Basted...
—Lo haré. Lo prometo. Pero yo limpiaba a Bastes...q conste.
—Y tú —me giré hacia Rustom, que se había mantenido en un discreto segundo plano, callado y respetuoso—. ¿Quién eres exactamente?
—Rustom, señor. Guía local. Miguel me contrató para mostrarle los bajos fondos.
—¿Te pagó? —pregunté, mirando a Miguel de reojo.
—Iba a —se apresuró a decir Miguel—. Cuando volviéramos. Le debo cien créditos.
Rustom asintió con solemnidad.
—Y los cobraré. Pero también... —hizo una pausa, buscando las palabras— si usted y su gente necesitan contactos fiables aquí abajo, puedo ayudar. Su hijo... tiene buenas ideas. Y sabe escuchar. Eso vale mucho. Podría funcionar.
Miré a Miguel con nueva apreciación. No solo había ido a curiosear. Había observado, analizado y hecho conexiones genuinas. Había visto un potencial que yo, enfocado en los problemas inmediatos, había pasado por alto.
—Comercio —repetí, saboreando la palabra—. ¿Qué tipo de comercio, exactamente?
—Transporte, principalmente —explicó Miguel, entusiasmándose—. Los bajos fondos están desconectados. La gente necesita mover mercancías de forma discreta, rápida. Nosotros tenemos una nave buena y sigilosa. Ellos tienen créditos, o favores, o información. Es... simple.
—Y probablemente ilegal en un noventa por ciento.
—Probablemente —admitió Miguel sin pestañear—. Pero no más de lo que ya estamos haciendo con los federales, si lo piensas. Y aquí elegimos a nuestros clientes.
No podía negar que tenía un punto. Vivíamos en los márgenes. Esto era solo ampliar el territorio.
—Hablaremos de esto más tarde, con detalle —dije, cerrando el tema por el momento—. Rustom, gracias por mantener a mi hijo... relativamente intacto. Si necesita localizarte de nuevo, ¿cómo lo hace?
Rustom le dio a Miguel un pequeño chip de datos con un código de contacto encriptado.
—Siempre disponible. Para amigos.
Cuando Rustom se hubo marchado, me quedé a solas con Miguel en la cabina, el silencio solo roto por el suave ronroneo de Azul.
—¿Negocios en los bajos fondos? —pregunté, sin poder ocultar del todo un deje de incredulidad.
—Oportunidades, papá. —Miguel me miró, sus ojos serios—. Si vamos a sobrevivir, si vamos a necesitar recursos, dinero, piezas, información... los bajos fondos son el lugar. Nadie hace preguntas incómodas. Nadie informa a las corporaciones ni a los federales.
—Y nadie acude a rescatarte si algo sale terriblemente mal.
—Por eso lo hacemos con inteligencia. Con la ayuda de Rustom. Con cuidado. Sin prisas.
Suspiré, más profundo esta vez, un suspiro que venía desde los días largos y las noches sin dormir de los últimos meses.
—Eres tan terco como tu abuela Tere, libras. Siempre viendo ángulos, oportunidades donde los demás solo ven problemas.
—¿Eso es un sí?
—Es un "lo pensaré muy en serio". —Levanté un dedo admonitorio—. Pero Miguel, te lo juro por lo que más quieras: si vuelves a meterte en una zona sin comunicaciones sin un respaldo adecuado y un plan de extracción claro...
—Lo sé, lo sé. —Esbozó una sonrisa que pretendía ser inocente—. No volverá a pasar.
Mentiroso. Pero era mi mentiroso. Y por primera vez en mucho tiempo, vi en él no solo al hijo al que debía proteger, sino a un aliado potencial. Alguien que podría, quizás, ayudarnos a construir algo nuestro.
Esa noche, en mi bitácora personal:
*"Día dos en EP-9. Miguel casi me provoca un infarto.*
Pero también vio algo que yo, en mi obsesión por mantenernos a salvo y fuera del radar, me había perdido por completo. Los bajos fondos no son solo un nido de peligros. Son un ecosistema. Gente viviendo al margen, creando sus propias reglas, necesitando servicios que el sistema oficial no provee (o prohíbe). Y están dispuestos a pagar bien por ellos.
Y salvó a dos gatos de la plancha. Uno azul eléctrico. Uno plateado y a punto de parir. Porque mi hijo, el soldado endurecido en cien combates, todavía tiene un corazón que no puede soportar ver sufrir a una criatura indefensa, por extraña que sea. Eso me dice más de él que cualquier informe de combate.
Los gatos son... inquietantes. Azul mira con una inteligencia que no es solo animal, no se separa de mi. Cinta parece observar y entender más de lo que debería. ¿Consecuencia de su modificación? ¿O algo más?
Pero ahora son parte de esto. De esta tripulación disparatada que vamos recogiendo en nuestro viaje a través del Mosaico. Como Luis. Como Kais. Como Marcus. Como todos nosotros.
Rustom parece... confiable, dentro de lo que cabe en su mundo. Miguel confía en su instinto sobre él. Y yo he aprendido, a veces a golpes, a confiar en los instintos de Miguel.
Este asunto del comercio clandestino... podría ser una puerta. La llave para una independencia real, para recursos que ni los federales ni los corporativos puedan rastrear o controlar.
O podría ser la tumba en la que nos metamos solos, cavando con entusiasmo.
Lo más probable es que sea ambas cosas.
Siempre lo es."
Cerré la grabación y miré hacia el rincón donde Azul se había hecho un nido en una caja de herramientas vacía, ronroneando en sueños. Cinta descansaba junto a él, su vientre redondo subiendo y bajando con un ritmo tranquilo, protector.
EP-9 ya nos estaba cambiando. Moldeándonos. Y empezaba a tener la sensación de que los cambios más profundos no vendrían de las amenazas externas, sino de las semillas que estábamos plantando aquí dentro, en los lugares más oscuros e inesperados.
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